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Desde la zona roja de la Covid-19 en Panamá

Panamá, (Prensa Latina) La confirmación de que el 'bicho' (coronavirus SARS-CoV-2) está ahí pone la carne de gallina a quienes traspasan el umbral de la llamada 'zona roja' de la Covid-19, para contar lo que sucede dentro.

El campo de batalla es una sala del hospital San Miguel Arcángel, en el populoso distrito de San Miguelito en Panamá: desde las camas, enfermos luchan por sobrevivir, y a su lado, los médicos hacen la guerra a la muerte en una danza por la vida.

La pulcritud de pisos, paredes y el aire no logra engañar; el SARS-CoV-2 está en cualquier parte, porque ese virus maligno aprovecha lo que llaman comorbilidades, o sea, enfermedades crónicas que debilitan a las personas, en su mayoría ancianas, para atacar su frágil inmunidad.

Adentro de la sala, la escena parece sacada del espacio extraterrestre, donde los rostros se pierden dentro de una suerte de escafandra, amplios trajes, guantes, mascarillas y botas, sin una rendija por la que pueda penetrar el enemigo viral para neutralizar a quienes lo combaten.

Una pequeña figura envuelta en su vestimenta protectora blanca con listas azules revela su sexo femenino por la forma de caminar y los ojos que apenas se perciben a través del grueso plástico de la pantalla facial, donde una palabra escrita sobre el borde superior confirma que se llama María.

En un ir y venir constante está al tanto de los movimientos de pacientes y medios técnicos, mientras acude a algún llamado de un enfermo para calmarlo con su presencia y palabras al lado del lecho, en un susurro imperceptible en la distancia.

La movilización de un paciente hacia el exterior de la sala devino una cuidadosa operación de casi una decena de médicos, paramédicos y técnicos, quienes junto a la cama móvil trasladaron varios artefactos que monitorean y mantienen con vida al enfermo.

Dicen acá que hay tres destinos al salir de este lugar: el traslado a otro sitio donde la recuperación es la antesala de un victorioso resultado, el ingreso a una Unidad de Cuidados Intensivos en estado crítico o el viaje sin retorno a la morgue.

Así de cruda es la realidad que vive cotidianamente este colectivo, cuya conducta calmada no trasluce la gravedad que los rodea y al mismo tiempo trasmite confianza y seguridad a quienes no estamos acostumbrados a convivir con tales peligros, con énfasis en los que tienen bien asignado el apelativo de pacientes.

Los ‘intrusos’ periodistas son chequeados de cerca con recelo por un hombre alto, rapado, que solo porta mascarilla simple y uniforme sanitario verde, quien espía el movimiento de la cámara fotográfica y con voz autoritaria ordena: ‘los pacientes no pueden salir en la foto, ni tampoco sus nombres que están en las camas’.

El oportuno regaño es la muestra del cuidado por la intimidad de quienes yacen en los lechos, otra faceta que caracteriza a un sistema de salud, el cual se mantiene desde hace casi un año en la primera línea de defensa de la población panameña, desvelo que mereció múltiples aplausos de los agradecidos.

A la ‘zona roja’ solo accede el personal asistencial, sin visitas de familiares o amigos, pero la ‘invasión’ de la prensa solo fue una amable excepción del director del hospital, el doctor Cosme Trujillo, para apreciar in situ el trabajo de médicos cubanos integrantes del contingente internacionalista Henry Reeve.

De los galenos antillanos, tres estaban en el turno y contaron de sus experiencias a poco más de un mes de estancia en Panamá, donde fueron testigos del peor momento de la pandemia, caracterizado por altos niveles de contagio y el fallecimiento de centenares de personas.

Los tres llenaban la documentación de sus pacientes e hicieron un alto para contar alguna anécdota como la del cincuentón Joaquín, quien llegó al hospital en un estado de gravedad, que no contaban con él por múltiples complicaciones, pero ahora desde casa agradece a quienes le salvaron la vida.

Junto a un ‘veterano’ intensivista, que en Cuba labora en el hospital Arnaldo Milián, de Santa Clara, estaban una joven internista de Ciego de Ávila, ambas ciudades del centro del país caribeño, y un mocetón anestesiólogo de la Isla de la Juventud, al suroccidente de lo que llaman ‘la isla grande’.

Cada uno atesora múltiples experiencias personales en poco tiempo y dan fe de cómo, en medio del silencio de la sala donde cada historia clínica apunta a insuperables trastornos, se empecinan en canturrear mudas canciones que trasmiten esperanza.

jha/orm/cvl

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