Con una imagen distante de la asociada a los grandes exponentes del juego ciencia de su época: introvertidos, desaliñados, absortos, Capablanca también destacó por su oratoria, elegancia al vestir y vasta cultura.
Era un show antes, durante y después de rozar los trebejos (claros u oscuros), y la celebridad de su figura alcanzó la cúspide de lo imaginable luego de destronar al alemán Emmanuel Lasker y mantener el reinado mundial entre 1921 y 1927.
‘La máquina del ajedrez’, así le decían por su aura de invencible, pero igual para enaltecer sus maneras refinadas, esas que quedaron mutiladas a los 54 años de vida, cuando su corazón perdió potencia y los latidos pararon, como si se tratase de un jaque mate.
En el Manhattan Chess Club de Nueva York, Estados Unidos, el prominente jugador, nacido en esta capital el 19 de noviembre de 1888, sufrió una hemorragia cerebral y dejó de respirar en el Hospital Mount Sinaí, aunque su grandeza ya estaba bautizada por los dioses de la disciplina.
Cuentan que aprendió a moverse entre escaques con solo cuatro años; que a los 13 alcanzó notoriedad al dominar el torneo nacional, y que llegó invicto a la disputa del cetro ante Lasker, quien también tenía un récord sin manchas.
‘Ha muerto el más grande ajedrecista de todos los tiempos. Jamás volverá a nacer uno igual’, expresó el ruso nacionalizado francés Alexander Alekhine al conocer el fallecimiento de Capablanca, a quien le arrebató la corona del orbe en 1927.
Múltiples son las anécdotas de ese match Capablanca-Aleckine: el duelo entre el prodigio de cuna y el estudioso voraz; el monarca exponente y el retador oriundo de tierra de campeones; todo ello entre la revancha que nunca tuvo lugar, si bien ambos coexisten en zona de elegidos por la gloria.
El titular mundial varias veces entre 1948 y 1963 el soviético Mikhail Botvinnik, dijo sobre el cubano: ‘Es imposible comprender el mundo del ajedrez sin mirarlo con los ojos de Capablanca’.
En su honor, Cuba organiza anualmente el Memorial José Raúl Capablanca para así recordar a una de sus máximas estrellas del deporte en las primeras décadas del siglo XX, junto al esgrimista Ramón Fonst y el billarista Alfredo de Oro.
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