Conocida en la historiografía como la Protesta de Baraguá, la entrevista efectuada el 15 de marzo de ese año entre el mayor general insurrecto y su homólogo español, Arsenio Martínez Campos, puso fin al Pacto del Zanjón, que ofrecía el cese de las hostilidades sin solucionar la situación que levantó en armas a los cubanos.
El escenario era adverso para las ansias libertarias de esta nación antillana; la desunión, la dispersión y el caudillismo arrinconaron la Guerra de los Diez Años (1868-1878) y llevaron a algunos a pactar la injusta paz, en momentos en que en el oriente y centro de la isla los mambises retomaban la lucha.
De acuerdo con historiadores, ni la soberbia inicial del representante español, ni las alabanzas al percibir la estatura moral del Titán de Bronce, pudieron condicionar el diálogo, que nunca fue concebido por Maceo como tal, sino como la oportunidad de ratificar la voluntad de los cubanos de continuar la guerra.
En Cuba nunca podría haber paz sin independencia ni abolición de la esclavitud, advirtió Maceo a su interlocutor, enunciando los objetivos supremos por los que el pueblo cubano se había lanzado a la lucha armada en 1868.
El encuentro no podría terminar de otra forma: ¿’No nos entendemos?’, preguntó el español, ‘No nos entendemos’ replicó tajante Maceo.
Al proclamar su decisión irrevocable de combatir, el insigne revolucionario arrastró a jefes, oficiales y soldados, e inspiró la lucha de generaciones posteriores.
Un siglo después de esos hechos, el líder histórico de la Revolución cubana, Fidel Castro, afirmó que con la Protesta de Baraguá llegó a su punto más alto el espíritu patriótico y revolucionario del pueblo cubano.
‘Las banderas de la Patria y de la verdadera Revolución, con independencia y con justicia social, fueron colocadas en su sitial más alto’, expresó.
Un principio que ratificó en el Juramento del 19 de febrero del 2000, cuando aseveró que Cuba sería un eterno Baraguá.
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