La arrogancia que caracteriza la actuación de Washington en la arena internacional- sanciones a Rusia, China, Cuba y Venezuela con permanente lenguaje amenazador- apenas asomó las garras en esa comparecencia para reconocer el fracaso de 20 años de ocupación en ese país del sudoeste asiático.
El esfuerzo por dorar la píldora al decir que no quiere dejar a un quinto mandatario estadounidense la situación en torno al conflicto afgano dejó mucho que desear en boca de Biden, quien leyó una declaración minuciosamente preparada con el objetivo de disimular el pánico real proveniente de Kabul.
Decir que cuando Estados Unidos y sus aliados completen la evacuación de tropas y personal civil habrá terminado la guerra allí es de cierta manera un reconocimiento de que ellos están en la génesis del problema y corrobora que mintieron cuando lo invadieron.
Afirmar que no lamenta la decisión de retirarse, calificar de éxito de su política el asesinato de Osama Bin Laden y colocar como un logro que no mandará a más soldados estadounidenses a morir en una guerra civil que no es del interés de Washington resulta, cuando menos, un rosario de contradicciones difícil de digerir.
El rápido desenlace de los acontecimientos en la tierra de los afganos- en menos de 90 horas ocurrió los que los cerebros de los servicios de inteligencia estadounidenses predijeron para 90 días- es la mejor demostración de que su presidente acude ante la opinión pública para intentar ‘pasar gato por liebre’.
Las prolongadas negociaciones con los representantes del Talibán en Doha, los empeños de la maquinaria militar yanqui para entrenar un poderoso ejército afgano y el intercambio de visitas para apuntalar a un gobierno que le fuera afín se vinieron abajo como castillo de naipes y los tanques pensantes del Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado no saben ahora qué decir.
La toma del aeropuerto de Kabul y el control del tráfico aéreo por el nuevo contingente bélico de Estados Unidos dan la justa medida del desconcierto reinante en Washington y las capitales aliadas.
Quienes estuvieron alguna vez en ese país y se familiarizaron con las modalidades para operar el movimiento de aeronaves en ese sitio saben lo complejo que puede ser aterrizar y despegar en caso de que una fuerza beligerante decida poner obstáculos a ello, un entorno varias veces peor que el del ahora recordado Saigón.
Ello permite predecir que las imágenes que podrían verse- si es que se trasmiten- de la desesperación de miles y miles de personas por querer salir de allí, resultarían mucho más dramáticas y desmoralizadoras que las de entonces.
Y mientras Biden y sus asesores se devanan los sesos para decidir qué hacer y- sobre todo en el mundo mediático de hoy- cómo presentarlo a la opinión pública, los líderes talibán se apoltronaron en el Palacio Presidencial de Kabul, no dan muestras de tener apuros y sueltan a cuentagotas las decisiones sobre el gobierno que quieren.
El tono amenazante de la Casa Blanca de que cualquier acción contra su contingente recibirá una respuesta rápida y contundente y la afirmación de que cuentan con la tecnología necesaria para golpear a distancia es más para el consumo interno en Estados Unidos que para amedrentar a los nuevos poderes afganos.
Para corroborar que eso no les quita el sueño ni los atemoriza basta una hojeada al historial y el comportamiento de los talibanes desde su nacimiento.
Biden terminó su alocución dejando más dudas que certezas, de eso dio fe el murmullo de los reporteros presentes en la sala, quienes debieron conformarse con verle las espaldas al escurrirse con tanta celeridad como cuando entró.
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