De acuerdo con el capítulo Quién era aquel joven valeroso, del libro El rostro descubierto de la clandestinidad, Cuadras desgrana las vivencias de aquella jornada en la que “El más fogoso discurso fue el que pronunciara él”, con su palabra fácil y elocuente.
Para ella, experta ya en calibrar a potenciales líderes tras sus vínculos con Antonio Guiteras y Eduardo Chibás, junto a su experiencia por varios años de enfrentamientos a gobiernos dictatoriales y corruptos, no fue difícil identificar, a primera vista, las cualidades del novel abogado.
Esa favorable impresión se contrapuso a la que tuvo al ver por vez primera al entonces sargento-taquígrafo Fulgencio Batista y Zaldívar durante una ceremonia gubernamental en el Castillo de la Punta, en La Habana.
Entonces, su apreciación fue tan desagradable que la llevó a vaticinar que sería fatal para Cuba, mientras que “el primer golpe de vista” al joven abogado le bastó para intuir que sería determinante en un mejor futuro para el país.
Las páginas del texto de la editorial Oriente reseñan también los días tras el asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953, encabezado por Fidel Castro al frente de jóvenes revolucionarios, que la desconcertó al igual que a muchos santiagueros despertados en la madrugada por los disparos.
Junto a su esposo, Amaro Iglesias, ella fue artífice del gesto patriótico que posibilitó poner a buen resguardo los cadáveres de los asaltantes asesinados y amontonados sin identificación en fosas comunes del cementerio de Santa Ifigenia.
Otro significativo capítulo que los vinculó fue el del juicio a raíz de la audaz acción militar, iniciado el 21 de septiembre de ese año y en el cual ella estuvo presente, a pesar de la vigilancia de los guardias porque era bastante conocida por su rebeldía y protagonismo en la insurrección urbana.
Allí, en el Palacio de Justicia, pudo presenciar las sesiones como comentarista radial de la emisora radial CMKC y gracias a la ayuda de un abogado perteneciente a la ortodoxia. La entristeció la entrada de los acusados con las esposas que maniataban sus manos, pero la recompensó la figura erguida y la alta estatura de Fidel, vestido de negro y azul, cuyo rostro sereno infundía respeto y admiración.
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