Shisha es el nombre universal de pipas de agua en las cuales se coloca una brasa de carbón, sobre ella una mezcla de tabaco de cigarrillos, melaza, glicerina y aromatizantes; el humo de la inhalación pasa por un depósito de agua y se absorbe a través de una manguera.
La mezcla de tantos elementos por fuerza tiene que ser letal, pero sin dudas es atractiva, cuenta habida la extensión del hábito.
El consumo es igualitario: en cafés al aire libre de países árabes es común ver a hombres y mujeres de todas las edades en animadas pláticas mientras disfrutan, e incluso comparten, el aromático humo de las shishas, algunas de las cuales muestran complicados adornos textiles.
Para los extranjeros en los países árabes aceptar una invitación a disfrutar de una shisha junto a un vaso de té o de café árabe, corto, pero espeso hasta casi la consistencia de pasta y cargado de especies aromáticas, es una suerte de rito de iniciación.
Además trasciende fronteras, a menudo causa de conflictos, entre ellas las confesionales, pues musulmanes y cristianos de todas la denominaciones lo practican con fruición.
Los defensores de esa tradición aseguran que el humo de las pipas de agua es menos dañino que el de los cigarrillos, pero un estudio de la Organización Mundial de la Salud fechado en 2015 llegó como relámpago en día de sol para sacarlos de su error, por demás generalizado.
El informe de esa agencia ONU asegura que una sesión de pipa de agua, que puede extenderse horas y repetirse a lo largo del día, equivale al consumo de 100 cigarrillos o lo que es igual, cinco paquetes de 20 en apenas horas.
Para los gobiernos de algunos países africanos la extensión del hábito es alarmante y varios decidieron cortar el mal de raíz y prohibir el uso de esos dispositivos: además de Camerún, Kenya, Gambia, Tanzania, Ruanda y Ghana.
Ahora queda por ver si los consumidores acatan la medida u optan por retirarse a la privacidad de sus hogares y seguir envenenándose: todo es cuestión de gustos y de costumbres difíciles de desarraigar.
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