Un enjambre de rescatistas, miembros de la Cruz Roja y paramédicos, sintiendo sobre sí la responsabilidad mayúscula del momento, sobreponiéndose a los temores propios y desafiando múltiples peligros, acudieron a salvar desde el primer momento.
A las labores de rescate en el hotel Saratoga se le dedicarán todas las horas que sean necesarias, revelan a los medios de prensa las autoridades cuya presencia ha sido constante en el sitio.
Todavía cuando no se disipaban del todo las nubes de humo emanadas del hotel a causa de la explosión, ni la confusión y el desconcierto, cientos de cubanos extendieron su brazo y literalmente ofrecieron su sangre para contribuir a salvar la vida de sus compatriotas.
Otros, inquietos y deseosos de ayudar, quisieron compartir con las víctimas algunos de sus bienes materiales, y fue la manera que hallaron de estrechar la mano y abrazar a los más afectados.
La Habana rebosaba dolor, y la intensidad de la herida fue acicate para una solidaridad vista muchas veces antes, pero que logra renovarse y crecerse ante golpes de cualquier índole.
Suele decirse popularmente que ante las situaciones difíciles sale a relucir lo peor de las personas, sin embargo, quien de veras lo cree, es porque no ha sido testigo de la determinación de un pueblo capaz de plantar cara a ciclones, pandemias y accidentes.
Por lo tristísimo del suceso, tomará un largo tiempo borrar de la memoria las imágenes desgarradoras del hotel Saratoga, cuando un accidental zarpazo arrancó vidas y lastimó otras en La Habana.
No obstante, será necesario un lapso aún más largo para borrar la vorágine solidaria de una nación afectuosa que ante el desconsuelo cierra filas y extiende la mano.
No hay otro nombre para ese gesto: se llama amor.
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