El estadio Mártires de Barbados es pequeño en comparación con otros de la isla y los graderíos fueron insuficientes para el mar de personas que quedaron en los alrededores: No cabe ni un grano de maní, se le escucha decir a uno de los miembros de las fuerzas del orden.
La leyenda popular revela una alta dosis de adrenalina cuando suena el rugir del madero, por ello resulta mayúsculo el interés que despierta el segundo duelo entre los locales Alazanes de Granma y los Cocodrilos de Matanzas en el adiós de la temporada de la 61 Serie Nacional.
Entre el potente accionar de cuatro o cinco congas –una de ellas de los saurios-, los aficionados cuelan sus coros: “oye, te cogió el caballo”, parece el favorito si nos atenemos a las veces que lo repiten y los movimientos de sus intérpretes.
Los jardines derecho e izquierdo, ambos sin techos, son un festival de colores entre centenares de sombrillas que tienen doble función: primero, frenaron los rayos del astro rey y, ahora, siguen abiertas ante la amenaza de lluvia que puede observarse en las cercanías de la instalación.
Si el aire sopla hacia el oeste, los nubarrones no llegan aquí; pero el viento está muy variable, comenta un hincha sentado sobre el dogout de los Alazanes, vigentes monarcas del país caribeño.
Así convive el matrimonio pueblo-béisbol, especie de cofradía que ovacionó en octubre último un paso especial, al declararse el deporte Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación, derecho ganado a golpe de historias, resultados y hazañas que rozan lo quimérico.
Las bolas y los strikes son, sin dudas, una fábrica de emociones y no existen, literalmente, términos medios a la hora de disfrutar: debates acalorados, bullicio, números en los rostros, mascotas inquietas, ansiedad, euforia, críticas…
El exfutbolista Jorge Valdano, campeón mundial de México 1986 y periodista del diario español El País, escribió que el fanático puede ser, a veces, un perfecto idiota, pero por amor, y el cronista tiene parte de razón.
En la grama, en cambio, los bateadores aprietan el madero en busca del siempre ansiado jonrón, mientras los defensores miden la colocación exacta del guante de cuero, con la puntería milimétrica de un cirujano.
Cubierto por este manto de realidades y lejos de vaticinar el nombre del próximo monarca de la justa, queda una verdad irrefutable: el béisbol genera un entusiasmo incuestionable en esta porción de tierra.
¡Play ball!, gritó el árbitro y nada más existirá -al menos- hasta el out 27.
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