Por coronel ® Noel Domínguez Morera (Noel)
Ocupó responsabilidades de dirección en los cuerpos de Seguridad del Estado
Cuando se conmemoran 40 años de su desaparición física este 6 de julio, vivencias y memorias imborrables revolotean en mi mente sobre quien con gallardía y feroz resolución defendió a Cuba en cuanto estrado subió.
El apelativo de “Canciller de la Dignidad” se lo ganó en San José, Costa Rica, a finales de agosto de 1960, cuando ante las denuncias de Cuba en la Organización de Estados Americanos (OEA), anunció su retirada del recinto y aseveró: «Me voy con mi pueblo y con mi pueblo se van también los pueblos de nuestra América».
Recuerdo que, a principios de diciembre de 1964, acudimos a él en nombre de la juventud del Ministerio del Interior (Minint), para invitarlo a que nos hablara en el teatro de la institución sobre Pablo de la Torriente Brau en el aniversario 28 de su caída en Majadahonda, combatiendo como internacionalista a las hordas fascistas en España.
La conversación se extendió como acostumbraba dado su verbo fluido e intenso, lleno de gestualidades altisonantes, una de las cuales llamó mi atención.
Era la peculiar manera que sacaba, con sus delgados y huesudos dedos de la mano derecha, del bolsillo delantero y alto de su guayabera bien limpia pero arrugada, sus continuos cigarrillos extrayéndolos de la caja sin evidenciar esta.
“¿Qué miras? Son Chesterfield; así quemo al imperio”. Me había pillado y quedé al descubierto sin pretextos para aludir, pero peor fue su desenfado: “¿No me digas que me vas a echar pa’lante en tu oficio? Todo el mundo lo sabe”.
Y continuó explayándose con sus recuerdos sobre Pablo, como si el incidente no hubiera acontecido y mucho menos esperar respuesta, que por otra parte mi anodino estupor no habría hilvanado.
TRAS UNA RÍSPIDA CONVERSACIÓN
En otra ocasión, en el verano de 1970, me designaron para una importante misión en un país caribeño; era mi primer viaje al exterior después de ingresar al Minint.
Como parte de la extemporánea e improvisada explicación, el comandante Manuel Piñeiro -con su peculiar estilo de impartir confianza y adiestrar con ejemplos prácticos-, me llevó con él al salón continuo.
Allí, a altas horas de la madrugada, Roa había convocado al embajador europeo de un importante país que aún mantenía colonia, a donde debía viajar. Cuál no sería la sobresaltada expectación, no solo mía sino también del Comandante Barbarroja, como llamábamos a Piñeiro, cuando finalizada la ríspida conversación que observábamos por el resquicio de un ventanal, Roa abruptamente se puso en pie detrás del escritorio extendiéndole la mano al concurrente diplomático.
Dio por terminada la áspera cita y dejó exhibir, bajo el riguroso saco, cuello y corbata, unos despampanantes calzoncillos “mata pasión”.
«¿De qué se asombra, excelencia?», Roa lo espetó. “Yo lo convoqué a mi despacho de ministro de Relaciones Exteriores de un país tan soberano como el suyo y usted se presentó en pullover”.
La rojiza faz del diplomático se tornó mucho más colorada y no atinó a responder absolutamente nada, encaminándose atropelladamente hacia la puerta, solo contestándole: “Usted tiene toda la razón, ministro, discúlpeme”.
MODESTIA Y SENCILLEZ
Hubo otras vivencias con el hombre que sentó cátedra en la diplomacia mundial. Roa fue ocurrente y, sobre todo, lo caracterizó la modestia y sencillez.
Al triunfo de la Revolución cubana, el Comandante en Jefe Fidel Castro tuvo en él un intérprete idóneo de sus concepciones sobre la diplomacia revolucionaria.
Primero fungió como embajador de Cuba ante la OEA y luego como Ministro de Estado, lo que pasaría a ser tiempo después Ministro de Relaciones Exteriores, cargo que ocupó hasta 1976.
En su papel de ejecutor de la política exterior de la Cuba revolucionaria, llevó a todos los confines del mundo la voz de una nación independiente, de un país que transformó su actitud plegada a los intereses de Washington en principios, siempre en la defensa de causas justas y nobles.
arb/ndm