Muchos de ellos pertenecen actualmente al sistema de enseñanza de la nación caribeña o dirigen proyectos vinculados al arte en sus más diversas expresiones, como es el caso de Yadira Rosas, a quien conocí en 2015 durante uno de mis viajes por los barrios de la nación sudamericana.
“Ahora tengo un coro grande conformado por jóvenes de la comunidad de Piedra Blanca en Holguín”, refiere a Prensa Latina la representante del canto coral, que basa su pedagogía en la disciplina, perseverancia y valores como el respeto, la colaboración y la autocrítica.
Rosas llegó a Caracas en 2014 con 28 años de edad; sin comprender, a ciencia cierta, cuál sería el verdadero propósito de su trabajo y con el adiós de su pequeña de cinco años aún grabado en la mente, adoptó a la Parroquia El Valle como su nuevo hogar.
Allí encontró a sus primeras aficionadas: dos abuelitas con discapacidad, Carmen y Brenda Antonini.
“Comencé a visitarlas y a montarles números musicales. Podía ver como florecían sus deseos de cantar. Supongo que recordaban un lejano y casi olvidado anhelo, la mejor herencia que les dejó su madre, quien en su juventud tocaba guitarra”, aseguró.
El jueves era el día del encuentro y la profesora acudía para mostrarles cómo mejorar su técnica vocal o simplemente conversar por algunas horas.
“Con ellas compartí almuerzos, cumpleaños, aplausos y lágrimas, al verlas cantar en las peñas de boleros. Entonces comprendí que mi misión en Venezuela no se trataba de ser solamente una instructora de música, sino una amiga que llegara al corazón de las personas y les devolviera su capacidad de creer y soñar”, indicó.
ARTE DE LOS SENTIMIENTOS
El acercamiento con los jóvenes comenzó en la Escuela Técnica Industrial Gregorio McGregor, de la Parroquia Coche y en la Asociación Civil Niña Madre de la capital venezolana.
Al principio, reseñó, “caminaba por los pasillos de la institución y todos estaban visiblemente entretenidos con los aparatos tecnológicos. No prestaban atención y cuando los saludaba con un beso, separaban la mejilla”.
“Me preguntaba todos los días cómo lograr que los adolescentes trabajaran en equipo, acercarlos al arte de los sentimientos, evitar que consumieran drogas o dejaran de golpear a los más indefensos en el patio trasero”, confesó.
A veces tenía la sensación de quien busca agua en un desierto, afirmó, pero un día encontró a alguien que le mostró como luchar por ese objetivo, un académico venezolano maravilloso, así lo define.
“Lo conocí durante una discusión con otros profesores, porque él usaba un arete en la escuela y eso molestaba al claustro. Yo le pregunté por qué lo utilizaba y la respuesta me asombró. Este sarcillo me acerca más a ellos -me dijo señalando a los estudiantes- vienen a mi clase porque se identifican con mi forma desenfadada”.
“Soy payaso de profesión y luego de impartir español laboro en el circo. Pero mi mejor actuación es en el aula porque quiero salvar sus vidas, como un día lo hizo un profesor conmigo y me enseñó este arte que me convirtió en una persona diferente”, contó Rosas.
Ese maestro la ayudó a conocer a los jóvenes, cómo pensaban y la manera en la cual la situación en sus casas influía en su forma de actuar; igualmente, aprendió la lección de un hombre con un arete que «desafió los métodos tradicionales de enseñanza para llegar a sus alumnos».
Fue entonces cuando Yadira ganó la confianza de los estudiantes con trabajos de robótica, clases de canto, charlas sobre intérpretes de rap, limpieza del aula, la preparación de una receta de chocolate para ellos y la participación en sus proyectos de la radio comunitaria.
«En una sociedad tan compleja, esos niños no pueden confiar en todo el mundo. Pero tienes que lograr que en ti sí lo hagan, solo de esa forma se interesan en tu propuesta, puedes educarlos y alejarlos de la corrupción y la violencia», reconoció.
También escuchó confesiones desgarradoras: «Una chica fingió dolor de cabeza para quedarse al final de la clase a solas conmigo y contarme como su padre abusó de ella varias veces. Cosas así te marcan para siempre».
Rosas fue hermana y amiga; los agrupó en un coro y tras enseñarles elementos técnicos asociados a ese arte, el manejo adecuado del cuatro y piezas interpretadas a una sola voz, compartió con ellos el escenario, uno de sus mayores logros profesionales hasta ese momento.
“Celebrar sus aniversarios, reírme a carcajadas con los cambios de palabras que aquí y allá tienen significados diferentes y que me hicieran una fiesta de despedida, en la cual cada uno me expresó que significaba yo para ellos, fue verdaderamente grandioso”, concluyó.
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