Por Noel Domínguez
Periodista de Prensa Latina
Brilló al lado de la figura cimera, el líder histórico de la Revolución, Fidel Castro, preservándolo tanto con sus acciones como la de conservarle todos los escritos, no solo de epistolario sino también durante actividades, decisiones y orientaciones siempre preclaras.
Referiré solo algunas anécdotas que me fueran dadas a conocer por dos grandes predecesores estrechamente vinculados a ella en sus diferentes desenvolvimientos, pero principalmente dentro del ámbito revolucionario más íntimo y consecuente.
Uno de ellos fue el comandante Manuel Piñeiro Losada, Barbarroja, quien fuera asiduo defensor de preservar para la historia el actuar de la aguerrida y noble mujer, devenida en Celia la más autóctona flor de Cuba, sinónimo de pueblo, desde sus inicios en la Comandancia de la Columna Uno de la Sierra Maestra, como la protectora de las personas más desvalidas y necesitadas.
En medio del desconsolador y traumático suceso de lo acontecido en Perú durante el terremoto de mayo del 1970, el comandante Piñeiro, un grande estrechamente vinculado al Comandante en Jefe y por consecuencia a ella, organizaban juntos los pormenores de los integrantes de la misión médica.
Formaban parte también del grupo, socorristas y reporteros de medios de comunicación que deberían participar en aquella de las primarias brigadas de solidaridad que se constituían entre los colaboradores médicos, humanistas e internacionalistas, y que ahora el despiadado enemigo de siempre pretende demeritar.
Ella, siempre cigarrillo en mano, y en su bregar organizativo echando alguna que otra palabrota dado el incumplimiento de alguna tarea relacionada con Fidel, muy a pesar de su marcada delicadeza y feminidad, le espetó: «¿y este quién es?, me parece reconocerlo», al ver la foto en el pasaporte que se le exponía y que debía aprobar certificándolo para integrar el grupo, alistado para partir.
Se refería a un incipiente oficial del Ministerio de Interior que en funciones de protección, Barbarroja pretendía incluir en la delegación.
Celia lo conocía de solo haber visitado su casa en calle 11 y 10, en el Vedado, precisamente junto a Piñeiro, convocado para exponer al Comandante en Jefe los resultados de la misión a él encomendada en una islita del Caribe, transcurrido los días iniciales de 1970 y de lo cual debía rendir cuentas.
Se trata de alguien que podría proteger no solo a los colaboradores cubanos, sino también los medios que se acompañaran e incluso la nave aérea durante su estancia en el inhóspito y accidentado lugar, dijo el carismático Piñeiro, acostumbrado a interactuar con ella muy identificado pero sin olvidar era de las únicas personas que llegado el momento, se le enfrentaba con argumentos sólidos.
“No me parece sea necesario y además agrandaría innecesariamente los concurrentes y su espacio lo debemos preservar para alguien cuya gestión sea más efectiva y de multipropósito”, y así de fácil lo desaprobó, muy a pesar de la reiterada argumentación de quien lo proponía, y del cual muy poquitos desconocerían alguna indicación suya.
INCANSABLE BREGAR Y LEGADO
La otra me la contó un viejo combatiente de la columna del Che, médico de profesión y por demás uno de los pocos subordinados galenos que desde la gesta en la heroica Santa Clara se ocupara de atenderle su asma crónica: el capitán del Ejército Rebelde y doctor en Medicina Adolfo Rodríguez de la Vega, cuyo uno de sus hijos, cardiólogo, integraría también la misión al hermano Perú.
Cuco, como todos le llamaban, atendía a Celia de sus aquejas de salud que después del triunfo revolucionario se le multiplicaran dado el incansable bregar y a quien solicitó su diagnóstico médico cuando ya las dolencias se habían multiplicado, extendidas e irreversiblemente.
De la Vega se encontraba a su vez para esa fecha, entre los primeros internacionalistas médicos que recién llegaban a Nicaragua, como pioneros de los que además de atender pacientes, evaluarían y propondrían organizativamente su sistema de salud, muy deteriorado y abandonado por la tiranía que acababa de ser derrocada.
Inmediatamente respondió al llamado cuando desde Cuba le requerían para responder al reclamo de la más autóctona flor de la Revolución cubana que ya agonizante, así lo había solicitado dada la confianza que le transmitían los veredictos de este médico ejemplar.
En el vuelo de itinerario hacia La Habana, nos confió lo desagradable y triste de aquella concurrencia dado que no acostumbraba a engañar a ninguno de sus pacientes con los diagnósticos y ella no sería la excepción.
Esto, muy a pesar de que ella ya se había valido de alguna de las excepcionales actuaciones para comprobar su estado de salud y no creer en lo que otros edulcorados le decían.
Resulta que la guerrillera de la sierra y el llano, iniciadora del pelotón femenino de las Marianas que Fidel le encomendó en la Sierra, se apareció de incógnita en el hospital Calixto García, de la capital.
Usó uno de sus artífices métodos de la clandestinidad: dijo llamarse de otra manera como una simple ciudadana para ser atendida en el cuerpo de guardia y le realizaran las placas, así como otros procedimientos.
Las pruebas arrojaron el inevitable resultado de su grave padecer en los deteriorados pulmones por el quehacer de tantos años que le desgastaran su salud, incluida la imparable afición del abuso del cigarro.
Por su deceso resultó conmovido hasta sus raíces toda la población de Cuba y muy particularmente nuestro invencible Comandante en Jefe, quien y según testimonio del libro “Celia, mi mejor regalo”, de Eugenia Palomares Ferrales:
“Fidel se inclinó en el féretro con sus dos manos sobre el sudario, observándola detenidamente, con su cara enrojecida y lágrimas que no pudo contener. Era como la despedida de un guerrillero a una guerrillera.
“Yeyé (Haydée Santamaría) estuvo muy conmovida, pero se ponía peor al ver el estado en que se encontraba el Comandante. Nunca disminuyó la cantidad de personas que desfiló ante ella. Venían de todas partes, hasta extranjeros de visita en La Habana fueron a darle su adiós…”.
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