Por Noel Domínguez
Periodista de Prensa Latina
Los escollos fueron solucionados definitivamente con la presencia del Comandante en Jefe en la Ciudad del Vaticano el 19 de noviembre de 1996.
Desde la oficina del segundo secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (CC-PCC), Raúl Castro Ruz, se gestaron los detalles. Éste, siempre precavido y consciente de lo que representaba, lo previó todo.
Ya desde 1997 se organizaron viajes previos al exterior para que una comisión integrada por representantes del Partido, el Ministerio de Relaciones Exteriores (Minrex), el Centro de Prensa Internacional, la Seguridad Personal y la Contrainteligencia se entrenaran en acompañar al Papa en otras visitas que este realizó. Estas se sucedieron en Varsovia, Roma, Ciudad del Vaticano y Río de Janeiro.
No se concurrió a una quinta ciudad con el argumento de que no constituía una visita papal, pues era solo una reunión mundial en París con los Jóvenes Católicos y de solo un día de duración.
Sin embargo, allí se desmayó y el manejo de tal eventualidad en la práctica hubiera servido, aunque lamentablemente, de valiosa experiencia a lo que habíamos prevenido, solo en teoría, para la que realizaría a Cuba del 21 al 25 de enero de 1998. Todavía Isabelita Allende (diplomática cubana) acostumbra a soltarnos su reprimenda al recordar esa situación.
El protocolo de las visitas papales es muy riguroso, la organización de los actos de las ceremonias religiosas y las homilías igual, pero sobre todo la protección es muy delicada.
A él le disgustaban las escoltas, los empellones, pero portar armas a su alrededor le resultaba inadmisible a pesar del antecedente de la Plaza San Pedro en Roma, cuando el turco Alí Agca logró dispararle el 13 de mayo de 1981.
Cuando fuimos al Vaticano por primera vez, allí conocimos a quien después resultó nuestro mayor acicate, el padre -después nombrado cardenal- Roberto Tucci, presidente de Radio Vaticano y un verdadero artífice en malabares entre el rancio protocolo, las escoltas, la oficina de prensa, la transportación y hasta los detalles y culminación del acto de fe religiosa.
La Radio Vaticana y sus representantes Alberto Gasbarri y Pasquale Borgomeo también exigían su parte protagónica y qué decir del vocero, el siquiatra español Joaquín Navarro Valls, quien no daba tregua alguna. Todo tenía que ser perfecto.
Cómo conciliar entonces las convicciones y prácticas nuestras, la ceremonia religiosa que por momentos exige arrodillarse, entonar cánticos o repetir sermones e intercambiar estrechados de manos con quien esté al lado -ceremonial denominado por la Iglesia como el Saludo de la Paz- y sin embargo, mantenerte vigilante y atento.
Y cómo no arrodillarte sin resultar grosero cuando saben que eres ateo, para no perder el hilo de la secuencia y, por demás, ser la única delegación de un gobierno comunista invitada oficialmente a las ceremonias litúrgicas ante la presencia de millones de feligreses.
EN LA MAYOR DE LAS MISAS CAMPALES
Resultó difícil mantenerse interesado y atento aún en ocasiones, bajo intenso frío, pertinaz llovizna con granizo y hasta algunos copos de nieve, sin entender nada del idioma o el rígido ritual.
Esto nos aconteció en la mayor de las misas campales, en la ciudad de Wroclaw, Polonia, el 1 de junio de 1997 ante una multitud de cerca de dos millones de fanáticos devotos y en lugar privilegiado cerca del gran amigo de Fidel, el primer hombre de raza negra devenido cardenal, el noble Bernardin Gandin, oriundo de Benín.
Fue precisamente en la catedral de Cracovia donde el posterior embajador ante la Santa Sede, Isidro Gómez, sorprendió al Santo Padre al presentarle la delegación oficial del gobierno de Cuba durante su oficio de misa.
La prueba de fuego fue nuestra presencia en el Estado Mayor del Ejército Brasileño en Río de Janeiro, en octubre de 1997. Aunque ya era época de Fernando Henrique Cardoso, aquellos encumbrados uniformados eran los mismos de las dictaduras militares recién superadas.
Cómo decirle entonces que el vehículo Toyota Papa Móvil, traído desde Argentina lleno de perforaciones de proyectiles echas por aquellos otros tan excedidos también en dictaduras militares recientes, a fin de comprobarle el blindaje, no resultaba el mejor exponente para pasearlo en los actos previos de ensayos y modelaciones que cubrirían la misma ruta.
No nos oyeron hasta que los cientos de feligreses atraídos por la rigurosa prueba que en todo semejaba la realidad de por medio separada solo en horas, se asombraban, desmayaban o persignaban con aquella grotesca exhibición de un carro perforado por las balas y que en su interior alguna persona simulaba ser el Papa, lo cual aunque fuese histriónico, no presagiaba nada bueno, menos aún a supersticiosos creyentes.
O cuando las filas de uniformados apuntaban sus fusiles hacia la caravana en lugar de hacerlo, llegado el caso, al público de donde supuestamente surgiría el eventual agresor.
Tucci infructuosamente nos solicitaba que gestionáramos con los guardias brasileños el subsanar ese garrafal error y nosotros, simples invitados, solo podíamos aseverarle que en Cuba eso no ocurriría porque nadie, absolutamente nadie, llevaría armas a la vista.
Y así fue, aunque para ello tuvimos después que emplearnos a fondo y convencer hasta a los ciclistas del batallón de ceremonias de la Policía Nacional Revolucionaria.
VISITA DE JUAN PABLO II A CUBA
Dentro de Cuba lo novedoso se multiplicaba: el Comandante en Jefe comparecía una y otra vez explicando la trascendencia de la visita, la última solo cinco días antes, el 16 de enero, y dijo entonces:
“Debemos darle un gran recibimiento al Papa con la participación de todo el pueblo, católicos y no católicos, creyentes y no creyentes… El viaje a Cuba de Juan Pablo II, que es el 81 que realiza por el mundo…, tiene que ser el mejor”.
Se creó la Comisión Iglesia-Estado, en la cual tomaban asientos en igual mesa obispos, oficiales del Minint, miembros del CC-PCC, integrantes de la prensa y del Minrex.
Así de juntos volábamos también en aviones, enfundados en respectivos uniformes, militares unos y de sotanas o clériman los otros, desde el aeropuerto ejecutivo de Baracoa hasta los tres destinos provinciales -Santiago de Cuba, Camagüey y la pista militar en Villa Clara devenida en área internacional para la ocasión-, a precisar aspectos organizativos y presenciar ensayos de homilías en repetidas ocasiones, la última una semana antes del esperado arribo.
Cómo convencer al orgulloso Adolfo, arzobispo de Camagüey, que traeríamos a un jefe de la seguridad desde La Habana para asesorar a las autoridades locales del Minint durante la visita en cada una de las provincias.
Él, con afectación, con su noble y orgulloso chovinismo característico, había dicho que la seguridad camagüeyana sobraba y bastaba, y hasta le recomendaría al Santo Padre no trasladarse en Papa Móvil dado que Fidel Castro acostumbraba hacerlo en jeep soviético manejado por él mismo.
Y a Prego, el arzobispo de Villa Clara, negado a bajarse en la Plaza Che Guevara argumentando su aquejo de rodilla, cuando en realidad quería que la homilía fuera en otro sitio, a pesar de la majestuosidad del lugar que dejó atónito hasta al mismo Tucci, aunque solo lo reconociera privadamente.
Qué decir del reto para el general Pascual, jefe del Minint en Villa Clara, cuando rumbo al aeropuerto y terminado el acto oficial de homilía, una distorsionada información obligó a cambiar los cordones policiales sustituyendo milicianos por hombres más experimentados de la Seguridad.
Por qué el atrevimiento del Obispo de Santiago con su nota discordante que por poco deja vacía la plaza de patriotas, quienes no soportaron sus insultos, y eso que nadie conoció de la vaca que en las afueras interrumpió brevemente un sector del suministro eléctrico a la Plaza Antonio Maceo y hubo que acudir a la variante establecida del otro circuito que nadie notó en pleno acto.
Danilo Sirio, entonces presidente del ICRT, preguntaba a gritos qué hacer con las imágenes de la Plaza que en respuesta se iba vaciando, y Raúl con su gallardo gesto de invitar al prelado después de la provocativa bajeza recriminada hasta por Su Santidad, a abordar el avión desde sus autos personales de escolta a pesar del pequeño trayecto que nos distaba.
La víspera del acto final en la Plaza de la Revolución, en noche de sábado, acompañamos a Cary Diego, jefa de la Oficina de Asuntos Religiosos del CC-PCC a la Nunciatura, a decir lo que había que decir sobre el improperio acontecido.
El propio Wojtyla, consciente de lo que ocurriría, bajó de sus habitaciones lo más raudo posible para saludarnos y dejar constancia fotográfica sin mencionar la calumnia que había atentado contra el buen desenvolvimiento de la ya en ese entonces histórica visita.
Llegada la última de las masivas concentraciones, en medio del rugido de la Plaza de la Revolución escoltados por el Che y Martí, las monjas y los sacerdotes mexicanos rodearon al Comandante en Jefe y hasta le pedían autógrafo; Juan Pablo II aguardaba al parecer dormitando apoyado sobre el báculo (bastón papal) de empuñadura de oro, dentro del equipo transportador Papa Móvil.
Todos nos preguntaban la razón de la demora, los celulares no paraban de sonar, ¡como reprendió al obispo santiaguero por su osada indelicadeza!, mientras caminaba lento como siempre hacia el altar. No faltaron minúsculos mercenarios extraídos de la multitud sin espaviento alguno, tal y como se había previsto, que ni la prensa extranjera se percató, tal fue la profesionalidad exhibida. Qué decir entonces de la apoteósica y triunfante despedida, ¡que dolor de cabeza! Aquellos entusiastas que se lanzaron en plena Vía Blanca desde los murallones que están frente a Suchel ahora, Crusellas de antaño, y los punteros carros escoltas, cuñas Mercedes Benz, tuvieron que sortearlos para no atropellarlos.
Antes, en la visita al Arzobispado de estrechas y angostas calles de adoquines en la Vieja Habana, el imprevisible hombre nacido en Wadowice, Cracovia, en la histórica Polonia, pidió a los congregados en los balcones, dejándolos apocopados a pesar de las instrucciones recibidas, que les bajaran los niños y los tomaba en sus brazos y los besaba en la boca al estilo más puro de costumbres de los eslavos.
La despedida en la loza del aeropuerto fue también inédita. El Jefe de la Revolución lo dijo después: “me habían dicho que no debía ni tocarlo…” y hasta le tiró el brazo por encima de los hombros, cual familiar o intrínseco amigo mientras le hojeaba y le mostraba el álbum de fotos que el propio Papa reconoció era el único que se llevaba de todas sus anteriores visitas papales, con la inmediatez de antes subir en la aeronave.
El 2 de abril de 2005 Karol Wojtyla, Su Santidad el Papa Juan Pablo II, dejó de existir a las 21:37 hora de Roma (15:37 hora de Cuba) a la edad de 84 años como consecuencia de un shock séptico y una insuficiencia cardiaca.
Fue el segundo Papa de mayor número de años en el Pontificado, 26 -Pío IX, 31-, el que más misiones papales realizó al exterior, políglota -dominaba a la perfección ocho idiomas-, y para satisfacción y reconocimiento, el único que entonces nos visitó sobreponiéndose a presiones políticas de los más poderosos.
El gobierno de Cuba, en consecuencia, decretó tres días de Duelo Oficial por su muerte y ordenó suspender durante ese período las actividades festivas y deportivas.
El presidente Fidel Castro envió al Vaticano un mensaje de condolencia del pueblo y el gobierno cubanos, en el cual recordó la visita del Sumo Pontífice a la isla en enero de 1998 y afirmó que «quedará grabada en la memoria de nuestra nación como un momento trascendental en las relaciones entre el Estado Vaticano y la República de Cuba».
Descanse en paz aquel viejo batallador e incansable misionero. Inolvidable autor de aquella visionaria y valiente frase en suelo patrio, referida al bloqueo norteamericano: “las medidas económicas contra Cuba impuestas desde fuera del país, son injustas y éticamente inaceptables”.
arb/ndm