Instigados y financiados por el gobierno de Estados Unidos y su otrora Oficina de Intereses radicada en esta capital, un grupo de personas -en su mayoría lumpens y antisociales- salieron a las proximidades del Malecón habanero a exigir violentamente demandas al gobierno revolucionario.
Tras la reciente extinción del campo socialista y la abrupta caída del comercio con ese bloque, Cuba sentía agudizada la carencia de alimentos y de servicios básicos como la electricidad y el transporte, lo cual generaba continuos intentos de salidas ilegales del país.
Fidel Castro había convocado al pueblo, aglutinado en lo que él mismo calificó como “parlamentos obreros”, para aprobar medidas que revaluarían el peso cubano -cotizado en el mercado informal a 150 por dólar-, y presuntamente emprenderían la recuperación de la economía nacional.
Sin embargo, desde suelo estadounidense se instigaba el clima de hostilidad contra la isla. Los secuestros de embarcaciones para abandonar de forma ilegal e insegura el territorio, sucedían frecuentemente, alentados por las emisiones de radio desde Estados Unidos.
Todo lo anterior generó una tensa situación en los municipios cercanos al puerto de La Habana que desencadenó en rotura de vidrieras, saqueo de productos en tiendas aledañas, disturbios en el Malecón, y un bullicio mediático en Estados Unidos ante la inminente caída del “régimen castrista”.
La revuelta popular resultaba inédita para un país acostumbrado a lidiar con las dificultades, pero con la unidad del pueblo en torno a sus líderes; pese a la coyuntura adversa y la sorpresa ante los hechos, el Comandante en Jefe Fidel Castro acudió al sitio con serenidad y aplomo.
Las crónicas de aquellos sucesos relatan que en medio del tumulto que rodeaba el hotel Deauville, en La Habana, la presencia de Fidel silenció a los indisciplinados y a los marginales al punto que, según versiones populares, más de uno soltó las piedras y fue a verlo, por curiosidad o magnetismo.
En las horas sucesivas el líder cubano convertiría los acontecimientos en punta de lanza para una ofensiva política y mediática de denuncia al gobierno estadounidense por su arbitraria y criminal política de bloqueo y de aliento a la emigración ilegal.
En la televisión nacional Fidel Castro advertía entonces que: “o se toman medidas efectivas y rápidas para impedir las salidas ilegales o nosotros suprimiremos obstáculos a cualquier embarcación que quiera dirigirse a Estados Unidos… Nosotros no podemos seguir siendo guardianes de las fronteras de Estados Unidos”.
Otra nueva comparecencia televisiva del líder cubano, el día 11 de ese mes, fijó la posición de su gobierno respecto al sistemático estímulo, desde el exterior, a la emigración desordenada hacia la nación norteña.
En lo adelante no se prohibirían las salidas del territorio nacional de toda persona que intentara emigrar al extranjero con medios propios, adecuados y seguros, pero que no llevaran niños o adolescentes en edad de enseñanza secundaria.
De acuerdo con artículos de la prensa en la isla, se produjo entonces un espectacular éxodo de salidas masivas por nuestras costas, sin trámite ni control alguno. Esto obligó al gobierno de William Clinton, presidente de turno en Washington, a iniciar conversaciones oficiales con Cuba el 27 de agosto en Nueva York.
En ese contexto la nación caribeña se anotó una victoria al hacer retroceder la política migratoria norteamericana ante el flujo de migrantes promovido por sus propias campañas. Los hechos del 5 de agosto de 1994 fueron, en este sentido, un bumerán para la Casa Blanca y otra expresión de unidad de los cubanos junto su líder.
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