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La “milla extra”

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Ciudad de Guatemala (Prensa Latina) “Si te obligan a llevar carga una milla, llévala dos. A cualquiera que te pida algo, dáselo; y no le vuelvas la espalda al que te pida prestado”, enseñaba el Mesías de la tradición cristiana, Jesús de Nazareth, según reza el texto sagrado de esa religión, la Biblia, en Mateo 5:41.

Marcelo Colussi*, colaborador de Prensa Latina

Ese llamado a soportar una “milla extra” puede entenderse en el marco del amor al prójimo y la actitud de entrega desinteresada hacia el otro que promueve esta visión del mundo. Pero si eso lo pide (¿exige?) un empleador a su empleado, ahí no se trata de una cuestión ética: estamos hablando de explotación.

El capitalismo, como toda sociedad clasista (modo de producción despótico-tributario, esclavismo, feudalismo) se basa en la explotación de un grupo sobre grandes mayorías. Eso abre una pregunta respecto al por qué, repetido históricamente, de pequeñas minorías manejando a grandes mayorías, aunque ese no es el punto del análisis actual. Lo cierto es que en la sociedad capitalista los propietarios de los medios productivos (tierra, industria, banca) expolian a quienes trabajan para ellos. Ese es el origen de la riqueza de algunos (pocos) y de la pobreza de los más: quien trabaja no es dueño del producto de su trabajo.

El capitalismo, desde sus orígenes, ha sido eso: una constante explotación de quien trabaja. Sucede que desde hace algunas décadas, el sistema cobró un vigor explotador impresionante y lo que fuera un “estado de bienestar” con las políticas keynesianas que marcaron buena parte del siglo XX luego de la Segunda Guerra Mundial, salió de escena, entrando a tallar una visión neoliberal, sinónimo de “capitalismo salvaje”, de super explotación, de retroceso al siglo XIX.

Ya a mediados de 1800 surgen y se afianzan los sindicatos, logrando una cantidad de conquistas que hoy, desde hace décadas, son patrimonio del avance civilizatorio de todos los pueblos: jornadas de trabajo de ocho horas diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derechos específicos para las mujeres trabajadoras en tanto madres, derecho de huelga. A tal punto que para 1948- no ya desde un incendiario discurso de la Internacional Comunista o desde encendidas declaraciones gremiales- la Asamblea General de Naciones Unidas proclama en su Declaración de los Derechos Humanos que “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo. Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria que le asegure una existencia conforme a la dignidad humana. Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas.” Es decir: consagra los derechos laborales como una irrenunciable potestad connatural a la vida social.

Sucede que durante la primera mitad del siglo XX se van dando revoluciones socialistas (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Norcorea, Nicaragua) y una serie de movimientos populares con contenido anticapitalista, desde la descolonización en el Tercer Mundo al surgimiento de guerrillas socialistas, desde el crecimiento de la lucha sindical a organizaciones de base contestatarias al sistema. Hasta la conservadora Iglesia Católica de Occidente tiene su avanzada social con la Teología de la Liberación. Ante todo ello, el capitalismo global reaccionó. Surgen ahí los planteos neoliberales, como una forma 1) de concentrar más riqueza en los capitales, pero fundamentalmente para 2) precarizar en forma creciente a la clase trabajadora mundial.

Hoy día tener un trabajo con salario, aún en las más indignas condiciones, es ya un “lujo” que hay que agradecer. El avance de los capitales fue tan grande en estas últimas décadas que las patronales hacen lo que quieren con quienes dependen de un sueldo. Un ícono representativo de ese ataque lo constituye la ex mandataria británica Margaret Thatcher, quien orgullosa dijo luego de ganarle una huelga de un año de duración al sindicato minero: “No hay alternativa”, lo que puede traducirse como “O capitalismo despiadado… o ¡capitalismo despiadado!”. Se perdieron las ocho horas de ley, no se pagan prestaciones, no se respeta siquiera el salario mínimo, exigen la “milla extra”, la siniestralidad laboral por falta de medidas de protección crece imparable (con 2,7 millones de fallecidos en el mundo, la siniestralidad laboral -según informa la Organización Internacional del Trabajo, (OIT)- causó en 2020 más muertes que el Covid-19, que produjo 1,8 millones de fallecidos ese mismo año), los contratos de trabajo son papel mojado, se exige que el trabajador pague impuestos como “prestador de servicios”, se insulta a los vendedores informales tratándolos de microempresarios, se intenta transformar a los trabajadores en “colaboradores”, se impide la organización sindical real (no la payasada de sindicatos que existe hoy día), se sigue tolerando la discriminación de género (el acoso sexual contra mujeres no cesa), se asusta y chantajea con el fantasma de la desocupación.

Todos los trabajadores y trabajadoras del mundo, desde una obrera de maquila latinoamericana o un jornalero africano hasta un consultor de Naciones Unidas, graduados universitarios con maestrías y doctorados o personal doméstico semi analfabeto, todos y todas atravesamos hoy el calvario de la precariedad laboral. En Grecia se establece como legal poder trabajar 13 horas diarias, en Francia, pese a las enconadas protestas, se llevó la edad jubilatoria a 64 años, en muchas ONG’s que hablan de derechos humanos, se violan las leyes laborales con sus trabajadores, mientras que en Libia, “salvada” de la dictadura por la OTAN, se venden esclavos en la plaza pública. Asistimos al aumento imparable de contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento del despido, sobreexplotación de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo. El fantasma de la desocupación campea continuamente; la consigna de hoy, distinto a las luchas obreras y campesinas de décadas pasadas, es “conservar el puesto de trabajo”.

Según datos de la OIT, alrededor de un cuarto de la población planetaria vive con menos de un dólar diario, y un tercio de ella sobrevive bajo el umbral de la pobreza. Hay alrededor de 200 millones de desempleados, y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud! en pleno siglo XXI -se habla de cerca de 50 millones en el mundo, teniendo en cuenta el trabajo forzoso, la trata de personas, el trabajo sexual, el trabajo en servidumbre-) o la explotación infantil, continúan siendo algo frecuente y aceptado como normal. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más todavía por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas.

“Arbeit macht frei” -“El trabajo libera”- podía leerse en la entrada de muchos campos de concentración nazis. Así como están las cosas, en el actual modelo capitalista neoliberal, la clase trabajadora mundial está más cerca de Auschwitz que de la liberación. El trabajo, hoy, esclaviza. Trabajamos para sobrevivir (pobremente en la gran mayoría de casos) y para enriquecer a unos pocos, con el agravante de ver cómo nuestros derechos van siendo conculcados día a día.

Según datos de organismos internacionales el patrimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan los mil millones de dólares supera el ingreso anual combinado de países en los que vive el 45 por ciento de la población mundial. Trabajar, pareciera, no libera de mucho. Por eso, ante ese trasfondo patético, resalta como una más que apetecible salida ser deportista profesional, o narcotraficante. Ser mafioso ya “no queda tan mal”; se gana bien y no se trabaja… Incluso se puede tener fama y gloria, y con suerte… ¡hasta aparecer en las revistas de farándula! ¡O en las listas de Forbes! ¿No es hora de cambiar todo eso?

rmh/mc

*Politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala

(Tomado de Firmas Selectas)

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