Por Alberto Salazar
Periodista de Prensa Latina
El permanente uso que de él hacían los campesinos cubanos los hizo tan diestros en su manejo que a inicios del siglo XVIII ya se celebraba en algunas regiones el llamado “juego del machete”, en el que los contendientes mostraban las habilidades de esgrima.
Fue esa arma, casi exclusivamente, la que empuñaron los esclavos apalancados para enfrentar la persecución de rancheadores y dueños de haciendas; la que esgrimieron los vegueros al sublevarse contra el estanco del tabaco, y la que usó Pepe Antonio para batir a los ingleses.
Precisamente fue en Guanabacoa donde se forjaron los primeros machetes cubanos, cuya calidad de aceros gozó de mucho prestigio gracias a los conocimientos de varios herreros toledanos asentados en aquella villa.
Hacia el siglo XVIII el mercado del machete era muy amplio. Las marcas más conocidas eran las norteamericanas Collins y las alemanas Luckhau Günter y Fernando Esser.
Con tales antecedentes, resulta explicable la rápida incorporación del machete al arsenal bélico mambí: el mismo 10 de octubre de 1868 los independentistas lo portaron con firmeza, y no pasó mucho antes de que se convirtiera en el terror de las tropas ibéricas.
A ello mucho contribuyó, el 26 de octubre siguiente, un desconocido oficial retirado del ejército dominicano. Los hechos sucedieron así:
Con los modestos galones de sargento sobre sus hombros, un hombre enjuto, de estatura regular y edad más que media, llega al poblado oriental de Jiguaní, donde varios jefes mambises celebran la toma de Bayamo y otras recientes victorias.
En sus manos lleva una carta mediante la cual Carlos Manuel de Céspedes orientaba al general Donato Mármol utilizar los servicios del portador como coronel del Ejército Libertador. Mientras el jefe insurrecto lee la carta, el sujeto espera respetuosamente, hasta que, respondiendo a una señal, se acerca con natural apostura.
“El coronel español Quirós va hacia Bayamo con sus tropas. Nosotros le impediremos el avance, usted mandará nuestra vanguardia. Escoja 200 hombres y disponga lo necesario”, le dice Mármol.
El dominicano Máximo Gómez, pues de él se trataba, saludó marcialmente y partió a cumplir su primera misión. Para ello despliega sus fuerzas en la ruta de Baire a Venta del Pino, ordena a cuatro hombres tirotear al primero de esos poblados y retirarse a escape hacia donde están emboscados sus compañeros.
A los que permanecen con él, tendidos a ambos lados del camino, les manda no disparar ni lanzarse sobre el enemigo hasta tanto él no grite ¡Al machete!
Su plan se cumple al dedillo. Dos compañías españolas persiguen a los cuatro hostigadores y cuando ya están casi encima de los emboscados, estos, con su jefe al frente, saltan de la manigua al claro blandiendo aquellas armas de insospechada letalidad.
El balance es fatal para los soldados de la Metrópoli: 200 de sus hombres quedan en el campo y los restantes huyen despavoridos.
El machete entraba con probada virilidad en la historia cubana y su papel decisivo en las dos campañas independentistas lo convertirían en el símbolo por excelencia de la decisión de los cubanos de ser libres.
Así lo reafirmaría el general Antonio Maceo cuando dijo que “la libertad no se mendiga, se conquista con el filo del machete”.
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