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El sobrenatural José Martí (+Fotos)

La Habana (Prensa Latina) Cuando para algunos parecía que el marxismo era hasta cuestión de moda, y que su triunfo estaba al doblar la esquina, era frecuente oír o leer ciertos modos de aquilatar realidades.

Luis Toledo Sande*, colaborador de Prensa Latina

Con esas miras se citaba el testimonio trasmitido por Julio Antonio Mella en 1926 en sus “Glosas al pensamiento de José Martí” (de fácil lectura en distintas ediciones de obras del autor y del volumen colectivo Siete enfoques marxistas sobre José Martí), al sostener que el Maestro “comprendió bien el papel de la República cuando dijo a uno de sus camaradas de lucha-[Carlos] Baliño- quien era entonces socialista y que murió militando magníficamente en el Partido Comunista: “¿La Revolución? La Revolución no es la que vamos a iniciar en las maniguas, sino la que vamos a desarrollar en la República”.

Eran años en que también abundaba la afirmación de que el proyecto revolucionario de Martí era tan acertado que había merecido la aprobación de Baliño. Pero más atinado habría sido afirmar que el marxista en formación que era el honrado Baliño- a quien Martí estimó como “redondo de mente y de razón” (I, 298)-1 tuvo la lucidez de entender que debía sumarse al proyecto del Maestro y formar parte del Partido Revolucionario Cubano. Con eso no se mengua a Baliño: solamente se recuerda su condición de seguidor de Martí, como en 1925 lo fue de Mella, a quien acompañó en la fundación del primer partido marxista cubano, lo que también habla de grandeza.

En cuanto a la confesión de la cual solía hacerse depender la diferencia que Martí veía entre la necesaria independencia y la justicia social que Cuba también necesitaba, no procede restar ni un ápice de importancia al testimonio de Baliño recordado por Mella. Pero sería más contundente comprobar la mencionada distinción en la palabra del propio Martí, cuya visión- que de modo sistemático vinculaba lo local y lo universal- tampoco en ese tema se limitó a Cuba.

A propósito del crecimiento del Partido Revolucionario Cubano- que él había fundado el año anterior, y lo encabezaba-, el 14 de enero de 1893 publicó en Patria el artículo “Cuatro clubs nuevos”, donde afirmó: “Independencia es una cosa, y revolución otra”, juicio que ilustró con este ejemplo: “La independencia de los Estados Unidos vino con Washington; y la revolución cuando Lincoln” (II, 196).

No es ahora del caso abundar en ese proceso, pero al menos apúntese que con Abraham Lincoln se asocia la solución de un problema que se mantuvo desde George Washington y manchó la Constitución nacida de la independencia de las otrora Trece Colonias: la esclavitud. El discurso que Martí pronunció el 19 de diciembre de 1889, conocido con el título “Madre América”, evidencia que su pensamiento emancipador no lo satisfacía la solución vinculada con el quehacer de Lincoln, que consideraba grande, pero incompleta.

A Cuba y la independencia que a ella le urgía alcanzar las tenía presentes siempre, y con una perspectiva que, lejos de cerrarse en su tierra, se extendía a la tierra toda. Lo declaró en Versos sencillos, poemario publicado en 1891: “Con los pobres de la tierra/ Quiero yo mi suerte echar”, y tituló precisamente “Los pobres de la tierra” un medular artículo publicado en Patria el 24 de octubre de 1894 (III, 304-305).

Pese a lo mucho que habría costado y seguiría costando la lucha por la liberación nacional, en ese texto sostuvo categóricamente: “En un día solo no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”.

Aunque mucho faltaba por hacer en pos de la independencia de Cuba, la gran importancia de esa meta no hacía de ella el propósito mayor o final de Martí. En Patria del 14 de marzo de 1893, soñando ya con la emancipación de Cuba y de Puerto Rico, vaticinó que en ambas volvería a haber “hombres que mueran puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás hombres” (II, 255).

Sobre el tema abundan en su obra textos que citar para no tener que basarse en otros autores, y mucho menos en testimonios orales. La selección de los ejemplos vistos al inicio podría considerarse tendenciosa ideológicamente. Pero es posible que haga ya no poco tiempo que a Baliño no se le recuerde tanto como merece, o que, por lo pronto, no se acuda a su palabra y a sus actos como se hacía en aquellos momentos aludidos.

Frente a ese hecho hay otro de signo diferente. Ya va para unos años que, al hablar de la singularidad de Martí y su capacidad de imantación, se busca el aval de José Lezama Lima, poeta exuberante y grandioso cuya palabra ciertamente merece que se repare en ella, y se le disfrute. Según lo transcrito acerca de un encuentro suyo con público, cuando alguien de los presentes le pidió que hablara acerca de Martí, respondió: “Ese es un tema que se nos escapa entre las manos como un pez aceitado: Martí es un misterio que nos acompaña”.

La imagen fue un acierto de Lezama, pero quedarse en su definición priva del gusto de apreciar que mucho antes de que él llamara así a Martí, ya en su obra citada Mella lo había asociado con el misterio, aunque hoy ese otro acierto parece citarse menos que el del autor de La cantidad hechizada. En ello no solo cabe considerar el encanto poético de este último, sino una dosis de desquite frente a los años en que su obra sufrió interdicción. Pero lo más importante podría hallarse en la coincidencia de dos figuras tan diversas como Mella y Lezama al identificar a Martí con lo que, por lo pronto poéticamente, podríamos llamar su desbordamiento sobrenatural.

En las citadas Glosas de 1926 donde recogió el testimonio de Baliño ya visto, Mella mencionó “el misterio del programa ultra-democrático del Partido Revolucionario, el milagro- así parece hoy- de la cooperación estrecha entre el elemento proletario de los talleres de la Florida y la burguesía nacional”. Y casi en las primeras líneas del mismo texto ya el militante comunista había sobrepasado esa observación, al confesar lo que sentía ante Martí: “Bien lejos de todo patriotismo, cuando hablo de José Martí, siento la misma emoción, el mismo temor, que se siente ante las cosas sobrenaturales. Bien lejos de todo patriotismo, digo, porque es la misma emoción que siento ante otras grandes figuras de otros pueblos”.

No se trata de sustituir pendularmente unas citas por otras, y a unos autores por otros, sino de asumir la herencia cultural de la manera más abarcadora posible, lo que refuerza su valor y su consistencia como alimento de los actos de entendimiento y transformación de la realidad. Es algo que procede hacer con la certeza de que lo que se cita o no se cita, y el modo como se hace lo uno o lo otro, no solo obedece a preferencias personales, sino también a tendencias y oscilaciones de épocas.

Hacer depender de un testimonio de Baliño recordado por Mella el alcance del pensamiento de Martí puede empobrecer- por lo real, posible o presuntamente tendencioso de la fuente- el entendimiento que ese alcance merece. De modo similar, reducir el vínculo de Martí con el misterio al estremecimiento expresado por Lezama Lima en un texto que tiene todas las trazas de reflejar su pensamiento y su palabra, aunque sea la versión, hecha por otras manos, de una intervención oral suya, podría generar, si no desconfianza, sí la idea- prejuiciada, pero no desdeñable- de que tal emoción era privativa de un poeta barroco y religioso.

Tal reduccionismo rueda por tierra al conocer cómo veía a Martí un combatiente revolucionario, marxista, aunque, por lo que podría tener de esquemática, esta clasificación no haga justicia a la compleja riqueza de la realidad. Ni a los vínculos generacionales que con el ejemplo de Mella tuvo un Lezama que recordaba con orgullo su propia participación en la manifestación estudiantil del 30 de septiembre de 1930, en la que Rafael Trejo, un joven de la estirpe de Mella, fue mortalmente herido por la represión policial.

Que tanto Mella como Lezama tuvieran de Martí la visión que los honró a ellos mismos, habla de la extraordinaria grandeza del compatriota de talla universal a quien ambos admiraron, y que no cabía en congregaciones. Pero los dos autores mencionados no han sido ni serán los únicos en apreciar esa grandeza y sus resplandores asociables con el misterio.

Roberto Fernández Retamar, quien conoció a Ezequiel Martínez Estrada no solamente a partir de su colosal obra escrita, que él estudió, sino en fuertes vínculos profesionales y de amistad, le gustaba recordar- se lo oyó más de una vez en diálogos con él quien escribe estas notas- algo que el sabio argentino, también estudioso de Martí, confesaba: luego de pensar en Martí y su singularidad, de meditar sobre su poder de irradiación espiritual, su extraordinaria estatura intelectual, humana, no se sentía seguro de que el autor de Versos libres no fuera un dios.

La coincidencia de tres pensadores diversos como Mella, Lezama y Martínez Estrada al identificar a Martí con lo que, resumiendo, podríamos llamar, más que sobrenatural o misterioso, sagrado, sugiere rozar al menos algunas tendencias opuestas. De un lado tendríamos la posición que, más que atea, podríamos calificar de ateocrática, y que tanto daño ha hecho a fuerzas de izquierdas que han reducido sectariamente la interpretación científica del mundo y la historia al ateísmo, asumido en extremos empobrecedores como la chatura espiritual.

Curiosamente, cuando esa confusión se desvanecía, o perdía credibilidad y partidarios, del bando opuesto a las luchas revolucionarias surgió la negación de lo sagrado. Sin ahondar mucho en el tema, esa fue una de las “aportaciones” de la llamada posmodernidad, uno de los malabarismos cognitivos o verbales azuzados desde universidades de los Estados Unidos. Sí, la nación que Martí llamó “la Roma americana” (III, 142), y a la cual actualmente Europa se somete de modo cada vez más peligroso y patético.

Al tiempo que devaluaban lo sagrado, los nuevos cánones propalados en especial desde instituciones estadounidenses proponían que la historia no pasaba de ser un relato, mero simulacro, sucesión de máscaras. De ahí a la pésima caricatura hegeliana según la cual la historia no habría terminado en tiempos del gran filósofo alemán, sino con la implantación de un pretenso “pensamiento único”- el imperialista, huelga decir-, no habría ni siquiera un paso. No recuerda ahora quien esto escribe el nombre del economista estadounidense que hace unas décadas dictaminó que la guerra entre ricos y pobres había terminado, porque “la habían perdido los pobres”.

No es una simple maniobra verbal, y mucho menos un acto inocente, la ofensiva ideológica que hoy, con más fuerza aún, intenta mantener uncida y opiada a la humanidad, con negocios de farándula y fútbol, entre otras maniobras. Consciente o inconscientemente, los promotores de tal ofensiva tienen ante sí un hecho: no es la historia, sino su hegemonía imperialista, la que está abocada a su final, aunque todavía no se pueda calcular el tiempo que le queda al imperio para disfrutar los dividendos acumulados durante siglos. Ni el daño que con sus estertores aún puede seguir haciéndole al mundo en los extremos de un desequilibrio que Martí quiso impedir a tiempo.

Privarnos de lo sagrado y de la voluntad de transformar el mundo nos dejaría sin el legado de héroes como el propio Martí, quien no se resignó a dictámenes positivistas y pragmáticos sobre lo posible. Lejos de esa actitud, echó su suerte con los pobres de la tierra en la lucha que asumía con el ideal que le expuso a su colaborador Juan Gualberto Gómez cuando, en enero de 1895, autoridades estadounidenses habían hecho naufragar- en el puerto floridano de Fernandina- el factor sorpresa con que él había concebido el inicio de la contienda independentista y antimperialista.

Pese al revés que aquel golpe significaba, Martí no vaciló en seguir dando los pasos necesarios y desatar en Cuba la guerra que sabía necesaria para mantener viva la posibilidad de independizarla del colonialismo español y de la ofensiva imperialista estadounidense. A Juan Gualberto, su ejemplar enlace con las fuerzas mambisas en la Isla, le escribió en medio de la angustia: “Conquistaremos toda la justicia” (IV, 46).

Esa aspiración puede parecer una convocatoria mística o un reclamo sobrenatural en medio del marasmo y el desconcierto fabricados en el mundo por los medios imperiales de la actualidad. Pero es la mayor fuerza real a la que pueden abrazarse quienes aspiren a sacar a la especie humana del sometimiento y el peligro de extinción a que intentan condenarla las fuerzas aún dominantes- ¡y de qué terrible modo!- en el planeta.

Frente al gran desafío sigue en pie la mezcla de realismo y espiritualidad de quien, en 1887, expresó esta convicción: “Ya no cabe en los templos, ni en estos ni en aquellos, el hombre crecido”, y en el poema IV de Versos sencillos, libro impreso en 1891, escribió: “¡Díganle al obispo ciego,/ Al viejo obispo de España/ Que venga, que venga luego,/ A mi templo, a la montaña!”.

Quien habría de caer entre montañas en la lucha armada por la independencia de su patria- meta que él asumía con horizontes de humanidad- fue una fuerza revolucionaria unificadora, y en la estrofa final de ese poemario expresó: “¡Verso, nos hablan de un Dios/ Adonde van los difuntos:/ Verso, o nos condenan juntos,/ 0 nos salvamos los dos!”.

No es cuestión de identificar a Martí con lo sobrenatural entendido como fuerza divina, pero sí con esa concentración telúrica que llega a lo extraordinario, a lo grandioso, a lo que está por encima de lo natural como norma o medida común. No es fortuito el afán de fuerzas opuestas a él que han intentado falsificarlo, neutralizarlo, infamarlo incluso. Pero sigue en pie el ejemplo del combatiente revolucionario que en el poema XXVI de Versos sencillos escribió: “Cuando al peso de la cruz/ El hombre morir resuelve,/ Sale a hacer bien, lo hace, y vuelve/ Como de un baño de luz”.

El 25 de marzo de 1895, en su recorrido por tierras caribeñas hacia Cuba para incorporarse a la guerra en cuya preparación él había sido decisivo, y en la que cayó combatiendo menos de dos meses después, reclamó: “Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”. Al decir de Cintio Vitier, “los marxistas y los cristianos- católicos y protestantes- no podemos estar de acuerdo totalmente con Martí en materia religiosa: los marxistas, porque Martí no fue ateo ni materialista; los cristianos, porque no creyó en la revelación única de Dios a través de sus profetas y de su Hijo encarnado, con todas las consecuencias que esto supone” (Anuario del Centro de Estudios Martianos, No. 11, 1988, p. 235).

Pero vale apuntar que el héroe de Dos Ríos asumió el legado ético asociado a Cristo, y lo sintetizó en esta definición: “Cristiano, pura y simplemente cristiano.- Observancia rígida de la moral,- mejoramiento mío, ansia por el mejoramiento de todos, vida por el bien, mi sangre por la sangre de los demás”. Eso remite a la carta conocida como su testamento literario, donde se lee: “En la cruz murió el hombre en un día: pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”.

Solo agreguemos que no expresaba con ello el irresponsable afán suicida que algunos han querido atribuirle. Era vital, y amaba la vida. Su primer juramento revolucionario se lo hizo en la niñez, y lo recordó años después en otro poema de Versos sencillos, el XXX: “Lavar con su vida”- con toda su vida, no solo con su sangre, como a veces se ha mal citado- el crimen de la esclavitud, que ya entonces no era la de antiguo cuño, sino la que se extendía, en nuevas circunstancias, como “la gran pena del mundo”.

rmh/lts

* Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas

(Tomado de Firmas Selectas)

Nota:

1 Las citas de José Martí provienen de sus Obras completas editadas en La Habana entre 1963 y 1966, con reimpresiones. El número romano indica los tomos; el arábigo, las páginas.

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