Si la gran Roma tiene la leyenda fundacional en el desafío de los hermanos gemelos Rómulo y Remo, la otrora perla griega nombrada Massalia y galorromana (Massilia) posee la suya propia, aunque nada trágica.
Cuenta el mito que la princesa nativa Gyptis aceptó cruzar su destino con Protis —un navegante de Focea, localidad griega de Asia menor—, encargado de crear un puesto comercial en las costas de Lacydon, el actual Puerto Viejo y una de las visitas obligadas en la urbe de 860 000 habitantes, cantidad solo superada por París.
Tal unión es considerada en Marsella como el germen de la posterior apertura al mundo, que tal vez comenzó con la entrada del cultivo del olivo y la vid a la Galia y, por qué no, de su futuro multiétnico.
Sin embargo, todo parece indicar que Massalia tuvo un origen menos romántico, y sus fundadores fueron griegos habitantes de Lidia que huían de la invasión persa hacia el año 600 antes de nuestra era.
Reinos, imperios, rebeldía, la peste, la Revolución francesa, guerras e intrigas: un pasado turbulento, como el de cualquier ciudad europea, curtió al territorio bendecido por el azul del Mediterráneo y que resguardan acantilados de piedra caliza de Las Calanques, un verdadero paraíso con ensenadas de aguas cristalinas que dotan de un particular atractivo turístico al parque nacional homónimo.
Resultan también destinos a incluir en cualquier lista el popular barrio de Belsunce y el añejo Le Panier, con sus calles estrechas y fachadas pintorescas; la Catedral de La Major, de estilo romano-bizantino (la única levantada en el país en el siglo XIX); y el Fuerte Saint Jean, construido por orden de Luis XIV.
Además, Marsella ofrece al visitante la oportunidad de conocer una parte de su historia a través de la Abadía de Saint Victor, un tesoro arquitectónico con 17 centurias que contar y vistas excepcionales desde casi 160 metros de altura coronados por la Basílica de Notre Dame de la Garde, un templo muchas veces llamado Buena Madre que acumula 800 años de peregrinación.
Al igual que a Las Calanques, las aguas mediterráneas de la otrora colonia focense bañan el emblemático Castillo de If, una fortaleza que Francisco I encargó para proteger a la ciudad, incorporada al reino de ese país en 1480.
Las mazmorras de If también acogieron a muchos prisioneros, desde simples delincuentes hasta célebres personajes; por ejemplo, el marqués de Sade, aunque ninguno tan ilustre y universal como Edmond Dantes, el héroe de la novela El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas.
(Tomado de Orbe)
