Moisés Saab Lorenzo*
Enero fue el mes más cruel para el expresidente burquiné Roch Marc Christian Kabore, defenestrado por el teniente coronel Paul Henry Damiba Sandaogo, quien llegó a la primera magistratura en la cresta de una ola de protestas de la población y partidos políticos por su ineficacia contra los insurgentes.
Tan pronto sentó reales en el sillón ejecutivo, el alto oficial de tropas especiales prometió enfrentar con éxito a los grupos armados, pero el paso de los meses evidenció todo lo contrario y, llegado agosto, la situación en el norte del país permanecía inerte.
Aparte las coyunturas política y económica que atraviesa este pequeño país de África Occidental, donde el 30 por ciento de sus habitantes vive por debajo del nivel de pobreza extrema, la llegada hace siete años a su territorio de grupos islamistas, en 2015, agravó más la situación por el éxodo de poblaciones que huyen de la violencia.
Además, aún en el imaginario colectivo permanece la impronta del asesinado capitán Thomas Sankara, líder de proyección continental llevado al poder mientras guardaba prisión por el intento de derrocamiento del gobierno del presidente Jean-Baptiste Ouédraogo.
En los cuatro años que ejerció la presidencia Sankara removió los cimientos de la excolonia francesa de África Occidental con medidas radicales como la reforma agraria, alfabetización y una política panafricanista de choque con el ahora extinto sistema de apartheid en Sudáfrica.
El joven capitán, asimismo, promovió la autarquía alimentaria, la incorporación de las mujeres a la vida política y laboral, abolió la mutilación genital femenina, los matrimonios forzados y la poligamia y consiguió en corto tiempo un descenso sustancial de la mortalidad infantil.
Los sueños de Sankara quedarían truncos con su asesinato en 1987 y el país retornaría al statu quo anterior a la revolución que, por cambiar, rebautizó al país, llamado hasta entonces Alto Volta, y lo renombró Burkina Faso que en lenguas mossi y diula significa Tierra de Hombres Íntegros.
La defenestración de Damiba Sandaogo, quien renunció a su cargo sin resistencia en septiembre pasado, causó poca reacción social, indicios de que estaba al tanto de la pérdida de apoyo en los sectores políticos y en el seno de las Fuerzas Armadas, una cifra hasta ahora incógnita en la ecuación burquinesa.
Llama la atención que ambos líderes golpistas sean oficiales operativos y no de los grados superiores, los cuales permanecen en silencio ante la vorágine política de los últimos meses en una conducta que podría calificarse de “dejar hacer, dejar pasar”. En el ínterin, el capitán Traore asumió la presidencia del país a mediados de octubre pasado, tras ser elegido por unanimidad en una reunión de los 300 delegados de un órgano en el que cohabitan partidos políticos, sindicatos, organizaciones sociales y religiosas y miembros de las fuerzas de seguridad.
Entre las primeras decisiones del flamante mandatario figura la exhortación a los jóvenes a sumarse a Voluntarios por la Defensa de la Patria (VDP), una milicia para enfrentar los ataques de los islamistas a sus comunidades, acogida con entusiasmo, según medios burquineses.
El primer efecto de la iniciativa fue una erupción de ataques de islamistas contra localidades en las cuales operan los VDP, el más reciente a fines de noviembre contra la aldea septentrional de Safi durante el cual murieron ocho milicianos.
Antes aún, los insurgentes lanzaron varias operaciones contra bases militares, aldeas y obras de infraestructura, entre ellas puentes, para dificultar la llegada de refuerzos del Ejército a sus zonas de operación.
Así, entre buenos propósitos, acciones para allegar apoyo y los ataques islamistas transcurre la cotidianidad en Burkina Faso en espera del paso de los días que desemboquen en el nuevo año durante el cual los gobernantes castrenses deben mostrar resultados, so pena de caer al vacío de la vorágine de las asonadas.
*Periodista de Redacción África/ Medio Oriente de Prensa Latina
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