Por Noel Domínguez
Periodista de Prensa Latina
De común en todas, al frente del puesto de mando Ministerio del Interior (Minint) conformado para la protección del evento, tocaba persuadirlo de que no se utilizaran antorchas en el perímetro cercano de seguridad y más difícil aún, que él no las portara, pero aun así sus abnegados escoltas siempre sufrían algún que otro chamuscado.
La marcha de las antorchas, en memoria del Héroe Nacional José Martí, se realizó por primera vez en la medianoche del 27 de enero de 1953 para esperar el advenimiento del centenario de su natalicio.
La tiranía de Fulgencio Batista (1952-1958) se negó a conceder el permiso a los jóvenes para que efectuaran la actividad. Sin embargo, ellos siguieron con sus propósitos y así, en ese día más de 500 de ellos desfilaron con antorchas; era un grupo compacto encabezado por Fidel Castro.
Tras el triunfo de la Revolución, en 1973, en ocasión de conmemorarse el aniversario 120 del natalicio de José Martí, se retomó la realización del evento, y en sucesivos años se efectúan para continuar rindiendo homenaje al Héroe Nacional.
Una de esas marchas aconteció en 1992, de las pocas organizadas a la inversa, desde la Fragua Martiana o el Parque Maceo hacia la histórica colina, y me viene a la memoria porque no solo ello fue lo peculiar.
Creíamos ya a la altura de las antiguas Lámparas Quesada, de Infanta y San Lázaro, en la misma esquina donde en otros tiempos se formaba el despelote contra los sicarios batistianos, que por vez primera no participaría.
Pero sin previo aviso el líder histórico de la Revolución Cubana emergió cual torbellino en la paralela calle Concordia, tal y cual acostumbraba y constituía su principal automedida de seguridad.
El anillo principal a su alrededor no pudo mantenerse y hasta un escolta -me pareció Jorgito por negro y fornido- tenía lentes que rodaron calle arriba, igual que el AKM-47 recortado que portaba terciado.
Mientras, él, inmutable, continuaba sus zancadas desafiantes loma arriba hacia la colina, dejando atrás la ostionera en la que tantas veces consumiera vasos de batido repletos del molusco en sus lejanas épocas de estudiante.
Pero ahí no se detuvieron todos los sobresaltos. Resulta que ya en la tribuna tuve que sostener una solapada e impostergable discusión con alguien a quien poco después apartaría de la causa por algo que no toleraba: mentirle y coquetear con corruptelas.
Estábamos muy cerca y casi cuando comenzábamos con el himno de Bayamo; imperativo, él nos mandó a callar ríspidamente. ¡¡Carlos y el otro, cállense!!…
EN OTRA OCASIÓN
Recuerdo también otra ocasión como esta, durante la culminación en el Parque del Titán, esa en el sentido más acostumbrado desde la colina hasta allí. No recuerdo el año, pero el frío intenso y las marejadas que salpicaban nos hacían tiritar.
Entonces pidió a gestos que Amaury Pérez, el hijo de Consuelito Vidal y del homónimo aguerrido luchador clandestino de la CMQ, se le acercara y casi a gritos por el bullicio enardecido, le preguntó si después del catarro que lo aquejaba vendría la tos tan repelida.
Aquel, a pesar de su estilo complaciente con casi todo interlocutor, tuvo que alertarlo que ello era irremisible y se atrevió, como acostumbra, a sugerirle algún que otro remedio, que con desenfado rechazó. “Gracias, despreocúpate, yo tengo mis propios”.
Sirvan estas humildes e intrascendentes anécdotas para mantenerlo siempre vivo y vigente entre nosotros señalando el aún difícil camino, sobre todo para las nuevas generaciones a quien inició junto a los Jóvenes del Centenario hace 70 años en estos bregares de honrar al más universal de los cubanos.
arb/ndm