En declaraciones a Prensa Latina, el autor, considerado como uno de los más significativos en la región de Hispanoamérica, expresó que esta es su décima visita a la isla, cinco de ellas coincidieron con el desarrollo de la fiesta literaria.
“Me encanta venir, pues hasta el aire me inspira. Aquí huele a música y la paso muy bien. En Cuba existen tres de mis libros publicados y tengo preparado otro volumen para su posterior difusión”, aseguró el creador de títulos como Himno del ángel parado en una pata y La contadora de películas.
Respecto a su distinción con ese máximo lauro otorgado por la nación suramericana, Rivera Letelier consideró que es un galardón “no tanto al talento, pero sí a la perseverancia, llevo 45 años como escritor, 15 de los cuales sin que nadie me conociera”.
Nombrado como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de Francia en 2001, “el contador de historias”, como se define, era, hace décadas, un minero de la pampa chilena y luego un obrero de la oficina salitrera Pedro de Valdivia.
Inspirado en ese escenario y en los protagonistas de aquellas regiones, el también poeta cuenta las tradiciones de “la gente que conquistó y humanizó el desierto, el más cabrón del mundo; hombres capaces de todos los actos heroicos y mujeres capaces de todos los sacrificios”.
Rivera Letelier empezó a escribir poemas a los 18 años, sin ninguna noción sobre la poesía, y, de manera paulatina, la cotidianidad transmutó en metáforas y materializó sus vivencias e imaginación en cuentos cortos y largos y novelas.
La reina Isabel cantaba rancheras fue el texto que le cambió la vida; “mi realidad dio un giro de 180 grados, no trabajé para nadie más y me puse a escribir; desde 1995 soy el hombre más feliz porque hago lo que quiero y quiero lo que hago”.
Su obra es netamente Chile, pues desde siempre reflejó las penurias de los trabajadores de los salitres, la resistencia de esos sectores, las injusticias morales y laborales en su contra, las masacres y el nacimiento del movimiento obrero.
“Muchas personas me dijeron, después de la divulgación de Santa María de las flores negras, que ellos solo tenían un número de fallecidos tras la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, ocurrida en 1907. Yo le di cuerpo y rostro a los muertos”, explicó.
La dificultad técnica de esta novela, reveló, es que todo el mundo conocía su final, pues la misma recoge las protestas de miles de obreros del salitre, llegados desde el Desierto de Atacama, con el propósito de mejorar sus precarias condiciones, y el triste desenlace.
“¿Cómo hacerla para que el lector no se saltase las páginas? Ideé personajes de ficción, los introduje en la huelga y los hice queridos, desde el principio, para cuando llegaran a la matanza los sintieran tan entrañables como su hermano o su padre”, argumentó.
A su juicio, el público cubano es muy culto y, especialmente, le gusta hablar con los niños, ya que lo remontan a ese pasado donde el literato, de entonces siete años, en un pueblito pobre de la Pampa, aprendió a leer sobre un cajón de manzanas.
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