El 4 de junio de 2019 la administración del presidente Donald Trump(2017-2021) anunció un paquete adicional a las medidas con las que revirtió el incipiente proceso de deshielo entre Washington y la Habana ocurrido en la etapa final del gobierno de Barack Obama(2009-2017).
Fue un comunicado del departamento del Tesoro, que no dio tregua al fijar para el 5 de junio de ese año la entrada en vigor de la prohibición.
También fueron proscritos los viajes de barcos de pasajeros, buques recreativos y aeronaves privadas desde Estados Unidos a Cuba.
Ya en abril la administración Trump había prohibido los viajes individuales.
El secretario de Comercio, Steve Mnuchin, argumentó la decisión como parte de la ‘decisión estratégica de revertir el relajamiento de las sanciones y otras restricciones al régimen cubano’.
Mnuchin esgrimía desde aquella fecha los vínculos de Cuba con Venezuela y Nicaragua como pretexto para cerrar más el cerrojo contra la isla.
‘Pretenden asfixiar la economía y dañar el nivel de vida de los cubanos para arrancarnos concesiones políticas. Fracasarán otra vez’, ripostó en la ocasión el canciller cubano, Bruno Rodríguez, desde su cuenta en Twitter.
Según Washington, el golpe era directo al gobierno y a sus fuentes de financiamiento.
Pero cuando la terminal de cruceros de La Habana quedó desolada las afectaciones fueron también para miles de trabajadores del sector privado que estaban conectados con esa actividad turística.
Baste recordar que solo en 2019 cerca de un millón de cruceristas se vieron impedidos de tocar puertos de la mayor de las Antillas
En el de La Habana, por ejemplo, la medida estadounidense impactó en las actividades del llamado sector por cuenta propia vinculadas con el turismo de cruceros y cuyos negocios desaparecieron casi de la noche a la mañana.
Así ocurrió con transportistas privados, en particular de los que manejan los emblemáticos autos estadounidenses conocidos aquí como ‘almendrones’.
Ya eran parte del paisaje cargados de cruceristas que hacían circuitos por avenidas de esta capital.
Que me pregunten a mí, dice Elier Salazar, conductor de un Ford Fairlane del año 1956, hoy fuera del circuito.
También se resintió el Mercado de San José, en uno de los antiguos muelles del puerto de La Habana, dedicado a la exposición y venta de artesanías y visita obligada de los turistas.
‘Trump acabó con mi negocito’, dijo a Prensa Latina Ernesto González, quien añora aquellos días en que ‘prosperaba’ con la venta de agua de coco a los viajeros de esas embarcaciones de gran porte.
La de este emprendedor resulta una pincelada de todo un entramado de acciones desplegadas durante la era Trump para asfixiar al pequeño y vecino país.
Listas negras y unilaterales, persecución de las operaciones comerciales y financieras, prohibición del envío de remesas y medidas para impedir el suministro de combustibles forman parte desde entonces del arsenal del bloqueo.
Trump abandonó la Casa Blanca el 20 de enero último, pero su quehacer anticubano sigue vigente, incluida la prohibición de los viajes de cruceros y otros a Cuba.
Resulta ahora responsabilidad del presidente Joe Biden, cuyos funcionarios dicen que no está interesado en cambiar la política hacia La Habana, incluso cuando dejar las cosas como están signifiquen penurias para el pueblo cubano, a despecho del impacto de la Covid-19.
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