Y no hay estafa: estamos en presencia de una de las más prolíficas y prestigiosas autoras de la nación caribeña, nacida el 7 de agosto de 1944, también ensayista, periodista, crítica literaria y teatral, y traductora, acreedora del Premio Nacional de Literatura (2001).
Por estos días de celebración de su cumpleaños, aproveché para desempolvar una entrevista con ella, compartida con el colega Toni Pradas de la revista Bohemia, que no pierde vigencia y en la que nos confesó que para ella “escribir es como respirar”.
Da igual si el lenguaje tiene soplo coloquial o hermético: Nancy no para de escribir. Es más, lo hacía en cierta clase aburrida de la universidad, con la misma intensidad de sus comienzos en los días finales de una niñez ensimismada.
Una noche de su infancia quiso poner a prueba a sus padres durante la comida y leyó un poema con un título bien trasgresor. Para asombro de la chica lo recibieron como una gran fiesta, y así la pusieron sobre rieles y una gran vía hacia la literatura.
Felipe Morejón (“marino ágil y negro fiel/de estirpe indescifrable”) había visto tanto en sus viajes por los siete mares —incluso tocar a Louis Armstrong en Nueva York— que no dudo de la madera de artista de su hija.
Angélica Hernández (“mi madre tuvo el canto y el pañuelo/para acunar la fe de mis entrañas”), mestizada por cantoneses y africanos, se juró que cosería hasta el cansancio para darle la instrucción que merecía.
Ya adolescente, el primer poeta que le piropeó sus poemas fue Fayad Jamís, preso de los aromas del restaurante Polinesio, en La Rampa habanera.
Nicolás Guillén fue más lejos. Nancy lo conoció en 1961, en Santa María del Mar, cuando voluntariamente ella era intérprete de una delegación de ferroviarios franceses, invitados por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos.
Los obreros quisieron saludar al poeta, a quien habían conocido durante su exilio en París. Ella se frotó las manos imaginándose como la traductora. Menudo chasco se llevó: Guillén hablaba perfectamente el francés.
Años después, en perfecto español, Guillén valoró la poesía de Nancy Morejón como “cubana, con la raíz enterrada muy hondo hasta salir por el otro lado del planeta”. Una raíz atada a un tallo crecido en un bullanguero barrio de La Habana.
—Nacida en un lugar humilde como Los Sitios, cómo germina en usted la poesía?
-Mis padres, sindicalistas, tenían una concepción muy clara de su origen de clase, huérfanos de familias corroídas por la esclavitud. Me libro atesoraba libros y yo, de niña, esperaba al hombre que traía la revista Bohemia.
“Mi madre, costurera, estaba vinculada con el Sindicato de la Aguja y mi padre, marinero, viajó hasta que cumplí un año. Entonces volvió a establecerse en La Habana y pasó a ser estibador. Yo estaba en un mundo de lectura, de cultura.
“La gran preocupación de mi padre era cómo pagarme la matricula de la universidad. El primer dinero que llegaba a mi casa era para pagar la Academia Laplace, una escuela privada, después de pagar el alquiler y la comida. Luego me salté la primaria superior con un curso de verano de tres meses, para ingresar al bachillerato con 11 años.
“Al triunfo de la Revolución estaba en el Instituto de La Habana: había participado en huelgas y tenía muy claro el mundo político de los estudiantes de la universidad. Por el vínculo de mis padres con el mundo sindical estaba al tanto de muchas cosas.
“A veces me sobrecoge la idea de que el origen pobre de una persona le impida tener una instrucción, aunque la educación viene desde la cuna”.
—En 1962 ingresa en la Universidad y publica Mutismos, su primer libro con 18 años…
—Recuerdo que en el librito de lectura del doctor Pérez Espinós descubrí el soneto Al partir, de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Me tocó mucho. En mi infancia era muy taciturna, me ponía a mirar las hormiguitas. Escribía las cosas que no podía comunicar. Así, a los ocho o nueve años comencé a escribir.
“Cuando llego a la universidad y empieza la educación gratis, me encaminé a los estudios. En esa época ya existía El Puente, una editorial donde pude publicar mis primeros dos libros.”
—También alfabetizó…
—Alfabeticé muy jovencita a personas de mi barrio, pues seguía un curso de francés para poder graduarme de bachiller y no podía desplazarme de la ciudad.
“Fue un año bellísimo. Quién nos iba a decir que esas personas alfabetizadas se convertirían en los propios lectores de nuestra literatura. Es un momento sagrado para mí de la historia de la Revolución.”
—¿Por qué escoge estudiar francés y no Literatura?
—Había dos planes, uno de Ciencias y otro de Letras. Para hacer Letras había que matricular francés. Yo suspendí de una manera muy radiante los dos semestres de ese idioma en el Instituto, así que tenía que culminarlos, hasta que los aprobé.
—¿Qué le agradece a esos estudios?
—Al haber aprobado con tan buenas calificaciones, decidí matricular Lengua y Literatura Francesas. Tuve muy buenas profesoras de la Alianza Francesa y, sobre todo, a Graziella Pogolotti, mi tutora de tesis.
“En esos años, 1965-66, estaba haciendo la especialidad y ocurrieron una serie de acontecimientos culturales que me hizo darme cuenta del Caribe, de que Cuba estaba en el Caribe, y nos asomamos al balcón afroasiático también.
“Mi vida tuvo un punto de giro extraordinario, pues empezamos a ver el componente africano de la cultura cubana y, sobre todo, esa vocación de la Revolución de volcarse a los países del Tercer Mundo.”
—Años 60, negra, joven, mujer… ¿No era complejo?
—No, porque estaba en la universidad. Luego me gradué y me fui a hacer un trabajo de investigación en la sierra de Cristal. Tenía esa tradición familiar de ver la realidad. Estuve en esos mundos donde el factor étnico era fundamental y lo hice en función de ese mundo caribeño.
“Otras cosas no fueron fáciles: si todavía hay prejuicios que luchamos contra ellos, imagínalos en los años 60. Esas experiencias atraviesan todo lo que he escrito, desde las cosas más líricas, las más políticas, hasta el ejercicio mismo del periodismo.
“Fui sobre todo una estudiosa de los movimientos literarios del Tercer Mundo, en particular del Caribe y de algunos autores africanos. Mucha gente malinterpretó eso y hablaban de la negritud sin saber exactamente qué era, sin conocer la escuela literaria que dio ese nombre.”
—En 1967 publica “Richard bajo su flauta y otros argumentos”, mención en el Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba con un jurado de grandes ligas: José Lezama Lima, Nicolás Guillén, José Agustín Goytisolo, Roque Dalton, Regino Pedroso, Augusto Shelley y Yannis Ritzos.
-Considera ese libro y momento como su despegue?
—Sí, esa primera mención fue inolvidable. Goytisolo, en un texto que escribió años después, dijo que yo era una criatura de suerte. El libro se convirtió en una cosa emblemática, de expresión coloquial de la poesía cubana de una época.
“Siempre me he sentido muy feliz con este libro. Además, ese poema está emparentado con el mundo de Los Sitios y con una leyenda de la música cubana como es Richard Egües. Es uno de mis libros de mayor recepción.”
—Ha tenido la suerte de amistarse con personalidades de la literatura. ¿Cuáles la han impactado más?
—Han sido muchas, pero sobre todo tuve un claustro de profesores excepcionales: Camila Henríquez Ureña, Roberto Fernández Retamar, Adelaida de Juan, Graziella Pogolotti, Cira Soto, José Antonio Portuondo…
“Les dedo una interpretación de la fundación de un intelectual. También a Nicolás Guillén y a otros que muchos años después aparecieron.”
—¿Existe una poesía negra diferente a una blanca?
—No como expresión de lenguaje. Es como pensar que existe una literatura masculina y otra femenina, aunque es importante reconocer que no es lo mismo ser negro, chino o judío, para hacer una literatura de participación, de conciencia de factores.
“Me parece un disparate decir que hay una literatura blanca y otra negra: Hay una literatura de tema negro o afrocubano, como la hubo en los años 30’. Me preocupa que los términos de antropología creados por Fernando Ortiz se tomen de forma demasiado literal.
“Soy cubana por encima de todas las cosas y mi conciencia racial no tiene que desgajarme de mi nación. Que unos sean más oscuros o menos oscuros, el mestizaje va del espíritu a la piel.”
—En su obra destacan lo negro, la cotidianidad de este laboratorio que es Cuba, su irreverencia ante los designios imperiales. ¿Son deudas con el pasado, con la familia incluso con la Revolución?
—No deudas, sino tradición. Uno tiene que respetar la tradición en la que nace y puede tener derecho también a una ruptura. No es lo mismo la Cuba de Plácido que la de Guillén, o incluso la Cuba mía.
—¿Cuál es la importancia de La Habana en su obra?
—Fundamental, soy una habanera recalcitrante.
—Algunos ubican su obra dentro del surrealismo…
—Mi obra tiene muchas facetas, pero no surrealistas. Estoy más cercana al surrealismo francés que nació revitalizado y revisado, como se dice ahora en el Caribe. Pero no he sido sumisa del surrealismo.
—¿Cuánto han aportado las tradiciones populares, esa oralidad con nada de francesa, en su obra?
—Inconscientemente, a veces aflora en palabras que evocan a una infancia perdida y a mi abuela paterna que sufrió tanto por Ciego de Ávila. Pero todo el pasado no es bueno y hay que decantar.
“A veces estoy en desacuerdo con cosas que la gente rescata, que cree rescatar, y que forman parte de momentos no felices.”
—Todos sus libros y antologías, ensayista, tres idiomas que habla, las producciones de diversos autores… ¿Cómo ha podido hacer tanto en tan poco tiempo?
—No ha sido poco tiempo. Me inicié en la literatura en un momento de mucha fortuna. Por eso dijo Goytisolo que soy una criatura de suerte. Yo soy una criatura del movimiento cultural cubano.
*Jefe de la redacción de Cultura de Prensa Latina
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