Hasta las playas del Tunco y el Sunzal llegó el llamado ‘oro azul’, fuente de ingreso para la población de importantes destinos turísticos como Suchitoto, en especial para las mujeres dedicadas al cultivo del xiquilite (del náhuatl, ‘hierba azul’).
Fernández de Oviedo, el primer naturalista del Nuevo Mundo, referenció los tintes índigos de los aborígenes locales en 1526, y a mediados del siglo XVI ya El Salvador producía el 91 por ciento del añil procesado en América Central.
Los nativos tenían sus técnicas de extracción, pero los españoles introdujeron el sistema de obraje, que redujo el riesgo de enfermedades y muerte por la inmersión en el caldo de xiquilite fermentado, de cuya reducción resultaba el colorante.
Este producto fue, junto al café, el líder en las exportaciones salvadoreñas en el siglo XIX, pero la irrupción de los tintes industriales provocó la decadencia de dicha producción, arruinó los obrajes de procesamiento y socavó la tradición.
También incidieron el ataque de piratas a los cargamentos del añil y las plagas que asolaron las fincas de Chalatenango y Cabañas, un compendio de males que condujeron al colapso de la industria en 1945 y amenazó con extinguir esta práctica.
Pero se han creado espacios para revertir esa situación, haciendo del xiquilite un emblema nacional y convirtiendo en destinos de interés turístico los sitios donde lo producen, como la hacienda Los Nacimientos, en Suchitoto.
Casi con la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, comenzó un programa para revivir su producción en lugares donde quedaban vestigios de obrajes, recopilando testimonios de los pocos maestros punteros que aún recordaban los secretos para extraer la tinta.
La creciente demanda de tintes orgánicos propició un resurgir de la exportación de un producto que identifica y enorgullece a una nación culturalmente policroma, que ya no quiere teñirse de sangre, si no de añil.
(Tomado de Orbe)