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Rubén Darío, nicaragüense universal

Bogotá (Prensa Latina) A mediados del siglo XIX, la mayoría de las pequeñas ciudades de la provincia en Centro y Sur América eran pequeños poblados de apariencia tranquila donde, sin embargo, ocurrían con cierta frecuencia alzamientos, revueltas, rebeliones y contrarrevoluciones.

José Luís Díaz- Granados*, colaborador de Prensa Latina

Metapa no escapaba a esta identificación. Era un pueblo apacible situado en el Departamento de Matagalpa, en Nicaragua. Allí, el 18 de enero de 1867 nació el niño Félix Rubén García Sarmiento, hijo de padres provincianos pertenecientes a la clase media, descendientes de indígenas chorotegas, quienes después del nacimiento del niño se separaron.

Dos años más tarde, el niño es llevado a Honduras, y luego se hacen cargo de él sus tíos Bernarda y Félix Ramírez, con quienes se traslada a la ciudad de León, en Nicaragua.

Lector precoz, Félix Rubén comienza no sólo a devorar libros de diversos autores y temáticas, sino que toma parte en las tertulias de literatos y profesores que se llevan a cabo en esa ciudad de artistas e intelectuales.

La muerte temprana del tío político pone de presente en el niño un sentimiento de melancolía que se traslucirá en sus primeros poemas.

Dueño ya de una inusitada sensibilidad, el futuro Rubén Darío-seudónimo tomado de su segundo nombre de pila y del de su abuelo- aúna a esta virtud la infinita capacidad de observación, no sólo del comportamiento de los seres humanos, sino de las imágenes multicolores de la tradicional ciudad, junto con las maravillosas narraciones de los criados.

A los 10 años, ya ha leído libros nada fáciles como la Biblia y Don Quijote, entre otros. Con ello consolida un universo particular, propicio para iniciar una accidentada pero fecunda carrera literaria. A esta circunstancia habría que agregar el entorno cultural de León, de Nicaragua y de Centroamérica: es una época singular en la cual se acrecientan los periódicos de estirpe liberal y conservadora, pero con la cultura como epicentro de su información; también en esos años se fundan academias de lengua, correspondientes de la Real Academia Española, y academias de historia, lo mismo que ateneos y tertulias literarias.

El niño-poeta realiza fugaces estudios con los padres jesuitas y de ellos brota el amor por las letras clásicas, especialmente por la poesía latina. De 1879 data su primer texto titulado La fe y de allí parten numerosas obras, fruto de las lecturas inmediatas y de su adhesión a la unión del subcontinente centroamericano.

Las prosas de Juan Montalvo, el indomable polemista, autor de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, y agresivo antagonista del dictador ecuatoriano Gabriel García Moreno, influyen decididamente en el joven Darío, en cuanto a los ideales liberales y radicales que dominaban entonces el ambiente intelectual. A los 14 años prepara un libro inicial, que nunca publica: Poesía y artículos en prosa. Escribe desde entonces de manera incansable, mientras estudia a los clásicos franceses e ibéricos, especialmente los escritores que conforman la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra. Instalados los liberales en el gobierno de Nicaragua, Rubén Darío los adhiere incondicionalmente y éstos, orgullosos del genio literario del poeta, lo protegen de manera decidida.

A comienzos de la década de los 80, se enamora perdidamente de una muchacha de ojos felinos, llamada Rosario, a quien el poeta denomina “mi garza morena”. Decide casarse con ella, después de escribirle decenas de poemas, pero sus amigos lo embarcan para El Salvador y lo “salvan” de esta mujer.

Darío se dedica por entero al oficio literario, extrayendo para ello lo mejor de las expresiones tradicionales de la poética peninsular, incluidos arcaísmos, lo mismo que de las formas líricas de la novísima poesía francesa. Es una época en que lee muchísimo el Poema del mío Cid, las obras de Jorge Manrique, Gonzalo de Berceo, Lope de Vega y de Calderón de la Barca.

Escribe artículos y ensayos sobre estas lecturas, lo mismo que sobre poetas como Fernando y José Velarde, Ramón de Campoamor, Manuel Reina y Gaspar Núñez de Arce.

También escribe cuentos y apólogos, entre los cuales se destaca el titulado A orillas del Rhin. Sus poemas endecasílabos y alejandrinos acusan influencia francesa, especialmente de Víctor Hugo, a quien admira mucho.

En 1884, ya de nuevo en Nicaragua, es nombrado Secretario General de la Presidencia, y escribe prosas y epístolas a Juan Montalvo y a Ricardo Contreras, que luego conformarán su primer apartado bibliográfico: Epístolas y poemas, el cual verá la luz cuatro años más tarde, con el título de Primeras notas.

Vive Darío una intensa etapa bohemia, en la que no faltan amoríos furtivos, pero sobre todo una gran fecundidad literaria.

En 1886 parte para Chile y comienza su interminable ciclo de viajero errante. En el país austral vive tres años y ocurren episodios de singular importancia para su vida.

Goza de la amistad del hijo del presidente José Manuel Balmaceda; gana premios y galardones literarios, consolida su cultura francesa, encuentra su lenguaje personal y comienza a ser conocido internacionalmente por sus libros Abrojos (1887), Rimas (1887) y de manera especial, Azul…(1888).

Estas obras de Rubén Darío, especialmente Azul…, anuncian de manera contundente los elementos, o mejor, los componentes del movimiento modernista.

Allí se aprecia lo que el escritor mexicano Noé Jitrik denomina una original agilidad rítmica del verso, pero también, da cuenta de los logros obtenidos en su anterior fase experimental.

Azul… lleva un prólogo del escritor chileno Eduardo de la Barra y tiene inmediata aceptación entre los círculos intelectuales locales. Pero además, logra un espectacular espaldarazo: don Juan Valera, el pontífice reinante de las letras españolas, lo comenta elogiosamente en dos de sus “Cartas americanas”, que publica el diario “El Imparcial”, en octubre de 1888.

Darío tuvo la audacia de desafiar la estructura tradicional de la poesía española: combinó de manera espectacular la métrica francesa con la ibérica, alternando el uso de los eneasílabos con los decasílabos, los endecasílabos con los alejandrinos, dodecasílabos con heptasílabos, y versos libres, largos y anchos como algunas imprecaciones del Antiguo Testamento.

Todo ellos, junto con el rompimiento de la temática rural con un salto al cosmopolitismo, lanzó Darío en Azul… hacia una atmósfera nueva, fresca, remozada, aun cuando cayera en los excesos del exotismo, el sensualismo y lo artificioso.

A pesar de la creciente adicción al alcohol, que en ocasiones lo deja postrado durante varios días, Darío posee una subterránea disciplina: escribe sin descanso prosas, poemas y ensayos críticos, lee novelas y artículos sobre arte, y construye su obra con amor, con pasión y con rigor escrupuloso.

A su regreso a Nicaragua interviene en política a través de sus artículos y glosas que publican los periódicos. En 1890 se casa con Rafaela Contreras en ceremonia civil y un años después, en Guatemala, lo hará en ceremonia religiosa.

En este último país dirige un periódico, “El Correo de la Tarde”, clausurado por el gobierno, lo que lo obliga a huir a Costa Rica, donde nace su primer hijo Rubén Darío Contreras.

Caído el gobierno de turno en Guatemala, retorna allí con su familia y el gobierno recién instaurado lo designa delegado a los actos y festejos con motivo del IV Centenario de la invasión de los peninsulares, a realizarse en España.

Allí conoce personalmente a sus autores predilectos, especialmente a Valera, Campoamor, Núñez de Arce, Castelar, Salvador Rueda y a don Marcelino Menéndez y Pelayo. Fruto de este breve viaje es el “Elogio de la seguidilla”, escrito en la capital española, y que incluirá en sus Prosas profanas.

De regreso a Nicaragua recibe la noticia de la muerte de Rafaela, residenciada en El Salvador. Dos meses después, Darío se casa con Rosario, su antigua novia.

Pero sus amigos de antaño tenían razón; no es la mujer para el poeta. Desde el inicio de su relación la incomprensión es evidente. Durante una breve estancia en Panamá, ella lo abandona súbitamente y regresa a Nicaragua. Sin embargo, nacerá un hijo: Darío Darío, que morirá al poco tiempo.

En 1893 viaja a Nueva York en compañía de quien será uno de sus entrañables amigos: el poeta y patriota cubano José Martí. De allí viaja a París, cumpliendo así un sueño largamente acariciado.

En la Ciudad Luz conoce y entabla amistad con uno de sus dioses particulares: Paul Verlaine, quien lo introduce en la vida bohemia del París finisecular, caracterizada por el influjo del simbolismo y del post-simbolismo. Conoce también a Jean Moréas y aquel universo de oro, mirra e incienso lo fascina y lo lleva a los excesos y desde luego, al despilfarro.

Se ve entonces obligado a partir hacia Buenos Aires, no sin antes realizar en Cartagena una visita al entonces presidente colombiano Rafael Núñez, poeta y reformador, controversial en ambos aspectos, quien en uso (y en este caso abuso afortunado) de sus poderes presidenciales ilimitados, nombra al nicaragüense Cónsul de Colombia en la capital argentina con sueldo adelantado (de 1893 a 1895), lo cual significa, en opinión de la mayoría de sus biógrafos, el periodo más jubiloso y de plenitud creadora de Rubén Darío.

Además de diplomático, Darío reina en el mundo literario rioplatense y en el periodismo, que vive uno de sus momentos más estelares, ejerciendo este último oficio en “La Nación” y “La Tribuna”, entre otros.

Además, Darío preside casi todas las tertulias, las charlas de café, los ateneos literarios y desde allí proyecta hacia las Américas, y sobretodo, hacia Europa, el más audaz movimiento artístico que hasta entones haya existido en estas latitudes: el modernismo,

Escritor interesado no solamente en su actividad creadora, sino en las vidas y métodos de sus pares, Darío da a conocer una colección de semblanzas de autores europeos y latinoamericanos, que publica bajo el título de Los raros (1896); funda la “Revista de América” con el poeta boliviano Ricardo Jaimes Freyre y luego de un período de intensa fecundidad poética, recoge sus mejores textos en un volumen que titula Prosas profanas, en donde la opinión literaria se divide en dos bandos: los devotos y los hirientes, lo que convierte a Darío en un “hombre- tempestad a quien sólo se puede amar u odiar”, según expresión de su amigo Guillermo Valencia, refiriéndose a un político colombiano.

El cosmopolitismo reinante, fruto en gran parte de la masiva inmigración europea hacia Argentina, es el mejor caldo de cultivo para el modernismo. Darío es fundamentalmente un poeta de América, así lo niegue el pensador uruguayo José Enrique Rodó, que sólo quiere ver el gusto hacia lo exótico, hacia las leyendas árabes y las princesas parisinas. Pero donde puede observar con mayor perspectiva su continente mestizo es desde Europa.

Muerto en 1894 el presidente Núñez, el poeta queda cesante del flamante cargo diplomático y emprende viaje hacia Europa. En enero de 1899 llega a Barcelona, como corresponsal de “La Nación” en España y allí estrecha amistad con dos jóvenes poetas, entonces los más prometedores de la península: Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, a quien prologa sus dos primeros libros.

De Madrid pasa a París y allí recibe el nombramiento de Ministro de Nicaragua en la capital de Francia. En adelante y hasta su muerte, acaecida en León, Nicaragua el 6 de febrero de 1916, Rubén Darío residirá siempre en Europa, con breves desplazamientos a América- como secretario de la Delegación de Nicaragua a la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro en 1906, delegado de los festejos del Centenario de la Independencia de México, promotor de la paz en América, cantor antiimperialista en nueva York, homenajeado en Cuba y estancia en Guatemala en 1915- alternando su cotidianidad entre el trabajo literario y periodístico, las labores diplomáticas, y la bohemia inmisericorde.

Tanto en Europa como en el nuevo continente se encuentra innumerables veces con uno de sus más profundos admiradores y leal amigo: el escritor y polemista colombiano José María Vargas Vila, quien con Martí, escribe muchas de sus mejores páginas alabando la trayectoria literaria del nicaragüense.

En 1912 luego de una rápida gira por Brasil, Uruguay y Argentina, donde es recibido triunfalmente, Darío emprende una de sus obras más ambiciosas: su autobiografía, la cual publica después con el título de La vida de Rubén Darío, escrita por él mismo, obra clave para desentrañar muchas actuaciones controvertidas del poeta, aunque parca en otros aspectos fundamentales de su personalidad.

En los primeros 15 años del siglo XX, Darío es el modernista por excelencia. Entre una y otra viandanza, escribe y pronuncia conferencias, concede innumerables entrevistas, publica libros de diversos géneros y se caracteriza por un profundo y arterial sabor antiyanqui, antecedido en América en este aspecto tan sólo por el colombiano Rafael Pombo, cuyas diatribas contra el país del norte son ampliamente divulgadas por el continente, entre 1855 y 1872. Al poeta bogotano se le considera el primer poeta de este continente que escribió versos contra el imperialismo estadounidense.

Sus libros se suceden en torrencial catarata: España contemporánea y Peregrinaciones (1901), La caravana pasa (1902), Tierras solares (1904), Canto de vida y esperanza, libro de raigambre quevediana, profundo y oceánico, existencial hasta el abismo espiritual donde la lengua española da lo mejor de sí misma, publicado en Madrid en 1905; Opiniones (1906), Oda a Mitre (1906), Parisina (1907), El canto errante, libro de reflexión en la madurez, editado en 1907; Alfonso XIII (1909), El viaje a Nicaragua (1909), Intermezzo tropical (1909), Poema de otoño y otros poemas, libro de gran intensidad whitmaniana, publicado en 1910, el mismo año en que ve editadas en un volumen sus Obras escogidas; Letras (1911), Todo al vuelo (1912), La historia de mis libros (1913), Canto a la Argentina y otros poemas (1914), Muy antiguo y muy moderno (1915) y la ya mentada autobiografía.

Son los años en los que el aún joven poeta de Nicaragua comienza a resentirse en su salud a causa de las “vigilias y excesos”, lo que lo obliga en varias oportunidades a someterse a curaciones y reposos, como el de la estancia en Mallorca, que fue muy célebre en su tiempo, gracias a su novela El oro de Mallorca.

Este último ciclo de su actividad vital y literaria está marcado por una constante alternación de alcoholismo y arrepentimientos, de gloria y desdicha, de antiamericanismo y elación mística. En 1899 conoce a una mujer española, sencilla, habituada a quehaceres domésticos, que a duras penas sabe leer y escribir: Francisca Sánchez, quien llenó los últimos años de Darío con su amor abnegado y su lealtad incondicional. Con Francisca tuvo dos hijos: Carmen, que murió al año siguiente de nacida, y Rubén Darío Sánchez, “Phocás, el campesino”, quien también muere tempranamente. En 1907 nace otro hijo a quien bautizan también Rubén Darío Sánchez, llamado “El güicho” que si vivirá largos años y quien llama a su padre “Tatay”.

En esos años hubo un intento de Rosario de reconciliarse con el poeta y sólo lo logra cuando lo acompaña en su agonía final, en León, la ciudad donde el poeta se nutrió de las imágenes iniciales que lo llevarían al más alto trono de la poesía escrita en la lengua de Castilla.

Acusado de afrancesado por sus protagonistas, satirizado por sus pares como José Asunción Silva, alabado por prohombres como José Martí y por iconoclastas como Vargas Vila, negado como poeta americano por pensadores como Rodó y acusado de galicismo mental por hispanistas como Juan Valera, el indio nicaragüense logró, sin embargo, ser el poeta más fiel a su entorno y a su tiempo, especialmente en su libro inicial Azul…, por cuanto anunció allí toda la carga expresiva que vendría en el siglo XX con una expresión verbal riquísima, habiéndola despojado de la mordaza de la monotonía y a la vez otorgado un gran aliento épico, arterial y epicúreo que devolvió a España y a América en su verbo castellano, remozado, todo el esplendor que se hallaba hibernado desde el Siglo de Oro.

No en vano, uno de los más grandes y eximios poetas del siglo XX, el chileno Pablo Neruda, en el canto a Darío, publicado en su bello libro La barcarola, le adjudica la inauguración de su propia lengua castellana, lengua que estaba en franca agonía durante varios siglos hasta la aparición del genio nicaragüense, cuando le expresa:

¡Oh gran tempestad del Tritón encefálico! ¡Oh bocina del cielo infinito!

Tembló Echegaray y enfundando el paraguas de hierro enlozado

Que lo protegió de las iras eróticas de la primavera

Y por primera vez la estatua yacente de Jorge Manrique despierta:

Sus labios de mármol sonríen y alzando una mano enguantada

Dirige una rosa olorosa a Rubén Darío que llega a Castilla e inaugura la lengua española.

rmh/jldg

*Poeta, novelista, periodista y profesor universitario colombiano

(Tomado de Firmas Selectas)

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