Esta determinación, que dista mucho de estar en línea con un criterio atinado, tendría una explicación más vinculada a un gesto político que a otra cosa.
Cuando en la noche del domingo 30 de mayo, la Conmebol anunció que Argentina dejaría de organizar el certamen a raíz de la situación sanitaria que vive el país (y la mayoría de las naciones del continente), se entendía que había un alto grado de lógica en esa decisión.
Para el Gobierno argentino este torneo era un compromiso incómodo, dado el contexto: en plena segunda ola, con un alto número diario de casos positivos, terminando un período de 10 días donde se volvió a restringir la circulación y con el agravante de la llegada del invierno, que lo vuelve todo más complejo.
En este marco, la Asociación del Fútbol Argentino se alineó con las medidas tomadas a nivel nacional y suspendió por el mismo período todas sus competencias, reanudando la Copa de la Liga el lunes 31 de mayo. De este modo, los equipos argentinos solo siguieron compitiendo en el plano internacional (aquellos que participan en Copa Libertadores o Sudamericana), porque la Conmebol no interrumpió sus torneos. Y este es un punto central.
El órgano rector del fútbol sudamericano no muestra sensibilidad ante circunstancias que están por encima de un compromiso deportivo o comercial. A sus dirigentes no les conmueve que un partido de Libertadores se juegue en medio de un estallido social, con manifestaciones y detonaciones en las afueras mismas del estadio.
Tampoco les preocupa que haya planteles diezmados a causa de la pandemia y deban presentarse a como dé lugar, aunque a duras penas completen los 11 titulares. Ya lo expresaron figuras como los uruguayos Luis Suárez o Edinson Cavani: esta Copa América no debería disputarse. Y estas fueron las únicas voces que se alzaron.
Y aunque llegado el momento Argentina aún no había comunicado oficialmente la decisión de no albergar la justa, aunque sí lo evaluó para adentro, fue la Conmebol la encargada de dar la noticia. Hasta acá, podría decirse que primaba la lógica.
Pero la medida siguiente volvió a recordarnos que, a veces, no se pueden esperar determinaciones alineadas con la sensatez. La sede elegida fue nada menos que Brasil, uno de los países más afectados por la Covid-19, con más de 460 000 muertes por la enfermedad y registrando en su territorio la circulación de distintas cepas, incluyendo la autóctona de Manaos.
A esto hay que agregarle la crisis sociopolítica que afronta, con marchas y manifestaciones en contra del presidente Jair Bolsonaro, un negacionista del virus, quien con su actitud constituye el principal responsable del caos sanitario en el territorio.
¿Cómo se explica entonces que la Copa América haya recaído en un escenario de esta naturaleza? Solo cabe pensar que es por una decisión política.
La organización de este torneo era un regalo para el gobierno de Mauricio Macri, pues habían calculado su reelección. Y ahora pasó a ser un guiño para Bolsonaro, en el peor momento de su mandato, con la figura de Lula Da Silva agigantándose y las elecciones en un horizonte cada vez más cercano.
Todavía faltaría algo para superar el colmo de la insensatez, y algunos lo insinuaron, aunque oficialmente se negó: que a los organizadores de Brasil 2021 se les ocurra jugar con público. El circo debe seguir para atender los compromisos comerciales, aunque aumenten los casos de Covid-19 y el número de fallecidos sea una bofetada a la humanidad.
(*) Periodista argentino, colaborador de Prensa Latina.
(Tomado del DEPORTIVO, suplemento mensual del periódico ORBE)