Su ojos se cerraron a los 103 años, rodeada de la gran familia que creó la pintora junto a su único amor, quienes la honraron, pues como dijera su nieto Alfredo Vera Guayasamín, ‘a Marujita no se le dice adiós’.
‘Hoy no venimos a despedirla. Venimos a honrarla, a ponerla junto al hombre que amó siempre. Ahora, físicamente se va, pero el espíritu nunca muere’, aseguró ante hijos, nietos, bisnietos, intelectuales y amigos que asistieron al acto de colocación de sus cenizas junto a las del pintor.
Frente al pino sembrado por Guayasamín, el homenaje fue además entre flores, mariposas y con canciones que le gustaban como la Niña de Guatemala (musicalización de un poema de José Martí) y Caderona (cumbia colombiana).
Un brindis con su licor anisado Chinchón y un círculo alrededor del espacio donde fueron colocados sus restos, cerró la ceremonia, marcada por un profundo ambiente de calidez.
Entre vivencias recordadas, lágrimas y risas, desde el mirador de Quito donde vivió por décadas, el Arbol de la Vida cobijó a la pintora, que hizo a un lado su profesión para ayudar a su esposo en la conquista del mundo con el arte.
Cuenta su familia que se conocieron en la Escuela de Bellas Artes de Quito, donde ambos eran estudiantes, y a partir de la pasión compartida por la pintura, surgió, con los años, el amor.
‘Espérame, si no entiendes la razón, con poemas robaré tu corazón…’, le escribió Guayasamín y así fue, entre poesía y pinturas.
Ella enfrentó a la sociedad, a sus padres y lo acompañó en su andar, así como en su crecimiento personal y profesional.
Desde hoy, en la Fundación Guayasamín y la Capilla del Hombre, obra monumental que rinde tributo al ser humano, no será una, sino dos, las luces que se mantendrán encendidas, porque una vez reunidos, Marujita y Oswaldo siempre van a volver.
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