Debido a la pandemia generada por el coronavirus SARS-CoV-2, la suspensión masiva de la educación presencial durante 2020 y 2021 puso en riesgo uno de los mecanismos fundamentales de protección social: los programas de alimentación escolar.
Toda una generación vio interrumpida su educación debido al cierre de escuelas y en el pico de la primera ola de contagios alrededor de mil 600 millones de niños y jóvenes no tuvieron acceso a las aulas.
Incluso hoy en día, más de 500 millones todavía no pueden reanudar su formación, algo calificado de tragedia y que además pone en peligro la salud, el desarrollo y el bienestar de millones de niños vulnerables que perdieron su acceso a preciadas comidas gratuitas.
Para muchos, los alimentos nutritivos que reciben en las escuelas son probablemente los únicos que comerán en todo el día.
Datos del PMA indicaron que a principios de año, 370 millones de menores no pudieron recibir sus cuotas de comida en los centros educativos, lo que puso en riesgo sus vidas y futuro.
Para Latinoamérica, esa asistencia cubre de manera rutinaria a más de 85 millones de infantes, con una inversión que asciende a 4,3 mil millones de dólares para brindar alimentación a estudiantes de todos los niveles de enseñanza, focalizados en los de mayores necesidades económicas.
Se estima que casi la totalidad de esos niños y adolescentes dejaron de recibir la alimentación escolar durante los primeros días de restricciones sanitarias-a veces incluso durante semanas o meses- hasta que los programas lograron reconvertirse.
Si bien todavía no hay estudios que midan las consecuencias de esta medida, se esperan efectos negativos en seguridad alimentaria y nutricional y en educación, especialmente para los más vulnerables.
El cierre de las escuelas y la suspensión de los programas de alimentación también tuvieron un efecto económico directo en los productores, especialmente aquellos de agricultura familiar y locales.
Aun cuando el traspaso de la educación presencial a la distante permitió mantener algún tipo de vínculo pedagógico con los estudiantes, la relación fue más débil con los de menores recursos, con difícil acceso a las plataformas utilizadas (clases virtuales, televisivas o radiales).
Debido a esto, se espera que esta crisis esté acompañada por un aumento de las tasas de abandono escolar, especialmente de niñas y jóvenes que se involucraron en tareas de cuidado familiar o trabajo remunerado, de acuerdo con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia.
También se teme un aumento en el trabajo infantil: la Organización Internacional del Trabajo y la Comisión Económica para américa Latina y el Caribe estimaron un incremento de entre 100 mil y 300 mil niños, niñas y adolescentes empleados.
En un contexto de incertidumbre y vulnerabilidad, de pérdida de empleo y de fuentes de ingreso, de riesgo de un incremento drástico de la inseguridad alimentaria, estos planes ganaron un rol central, incluso como mecanismo para asistir a otras personas y hogares vulnerables.
No obstante, la realidad demostró que los programas no estaban preparados para afrontar una crisis de semejante magnitud, con escuelas cerradas, restricciones de movilidad, distanciamiento social y necesidades urgentes y extendidas.
Esta experiencia permite destacar algunas lecciones para hacer que los sistemas de alimentación escolar sean más sostenibles y puedan afrontar futuras situaciones de diferente tipo (por ejemplo, desastres naturales), como instrumento de protección social.
De ahí que la necesidad del respaldo gubernamental para que sean resilientes y flexibles, premisa defendida por el PMA en aras de respuestas rápidas y eficaces a choques de gran escala como la pandemia de la Covid-19.
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