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Democracia representativa y cambios sociales

Marcelo Colussi*

“Si votar sirviera de algo, ya estaría prohibido”.

Ciudad de Guatemala (Prensa Latina) En una investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en el año 2004 en países de América Latina, se destacaba que el 54.7 % de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica.

Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (quien afirmó: “La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la gente lo expresa así.

Esa democracia formal sin soluciones económicas no sirve a las grandes mayorías, es un puro gesto cosmético sin mayor implicancia en su cotidianeidad.

En el marco de las llamadas democracias representativas (sinónimo de economías regidas por el mercado), las elecciones constituyen un episodio más del paisaje social, que en realidad no alteran en lo más mínimo la estructura de base.

Es similar en cualquier país que presente esa estructura. La diferencia entre los países ricos del Norte y los pobres del Sur no está, precisamente, en su forma política –análogas en lo fundamental– sino en su estructura económica, pilar de todo el edifico social.

¿Quién manda en esas democracias? ¿Realmente es el “pueblo” a través de sus representantes, elegidos en comicios libres cada cierto período de tiempo? Difícil creerlo.

Tal como están las cosas, hablando de la política que ha devenido una actividad “profesional”, vale la sarcástica definición de Paul Valéry: todo esto “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”.

Deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. La política en manos de una casta profesional de políticos termina siendo una perversa expresión de manipulación de los grupos de poder, lo cual no tiene nada que ver con la repetida idea de democracia, de gobierno del pueblo y rimbombantes palabras que no se cree nadie.

La experiencia muestra que más allá de ese acto ritualizado del voto, las decisiones fundamentales de la vida social pasan a años luz de las urnas.

¿Se le pregunta a algún votante alguna vez sobre el aumento de los precios de los combustibles o de los productos de primera necesidad, sobre la declaración de una guerra, sobre el porcentaje del presupuesto nacional que se debe dedicar a educación o a salud?

¿Alguna vez el ciudadano de a pie es consultado realmente para ser tomado en cuenta? ¿Cuántas veces un diputado discute los problemas sobre los que habrá de legislar con la población a la que se supone representa, cuántas veces los vecinos participan en juntas municipales para decidir efectivamente en torno a problemas de su comunidad? La democracia, así, termina siendo un puro acto cosmético.

La recomendación de pensar bien el voto antes de emitirlo en cada elección suena vacía, o incluso hipócrita. ¿Qué significa eso? ¿Acaso el desastre a que se asiste en Guatemala, por ejemplo (por mencionar uno de los tantos países que se dice vivir en democracia), se debe a que los votantes no pensaron bien antes de votar? Resulta un tanto absurdo, cuando no perverso.

Las penurias de la población, ¿dependen de su mala decisión entonces? ¿Tienen la culpa los mismos votantes de sus desgracias por “no elegir bien”? No olvidar que si la masa votante elige alguien que el statu quo no aprueba, muy fácilmente se puede terminar ese experimento “socializante” con un cruento golpe de Estado, o con lo que hoy Washington ha comenzado a ejecutar como “golpes suaves”.

En el país de marras, Guatemala (sigamos con ese ejemplo), ya van más de 30 años que se retornó esto que se llama “democracia”. O más precisamente dicho: a ese escenario en que cada cuatro años los mayores de edad asisten a un centro comicial para depositar un voto. Ya se salió entonces de lo que hace unos años atrás se denominaba “transición democrática” (¿se habrá llegado a la democracia plena entonces?).

Diez administraciones pasaron desde el final del generalato, y las causas que en la década de los 60 del siglo pasado dieron lugar a un sangriento conflicto armado con un cuarto de millón de muertos y desaparecidos no se modificaron. Más aún: se han empeorado, salvo cambios cosméticos mínimos.

Los ciudadanos van a votar cada cuatro años, pero nada cambia en lo fundamental, más allá de la cara del gerente de turno: el 70% de población bajo el límite de la pobreza, el extendido analfabetismo crónico abierto y/o funcional, la desnutrición, la exclusión de grandes mayorías, el racismo, el patriarcado, todo eso siempre sigue igual independientemente de la administración electa con voto popular. ¿Para qué se vota entonces?

Dentro de los marcos del capitalismo no hay salida para esa crisis. No se trata de “buenos” o “malos” gobernantes, gobernantes un poco más o un poco menos corruptos. El problema es estructural: los políticos profesionales no son directamente el problema a vencer.

La corrupción es un síntoma más, entre otros, junto a la impunidad, la violencia generalizada, etc. El problema es el sistema en su conjunto, por fuera del elenco gobernante.

Esta situación se repite por igual en todos los países que presentan este modelo de “democracias de mercado”. Más allá de las caras visibles, no hay cambios sustanciales luego de cada elección.

Estados Unidos o cualquier potencia capitalista europea sigue su curso allende el mandatario en cuestión: son países imperialistas con un relativo bienestar de su clase trabajadora.

En el autonombrado “paladín de la democracia”, Estados Unidos, ¿qué diferencia real existe entre alguno de sus partidos republicano o demócrata?

En el Tercer Mundo, sin despreciar las políticas redistribucionistas que pueden implementar gobiernos más “progresistas” de centro-izquierda (los que se han dado recientemente en Latinoamérica, por ejemplo), la explotación y la miseria de las grandes mayorías persiste.

Hay matices, por supuesto; pero para las poblaciones votantes, y en relación a la dinámica establecida hoy por hoy en el mundo (Norte imponiendo sus mandatos al Sur global, Sur pagando la inmoral deuda externa), las cosas no cambian en lo profundo con ese gerente que se sienta por algunos años en la casa presidencial.

¿Desautoriza todo esto la lucha electoral para buscar cambios? No, por supuesto. Pero debe tenerse bien en claro que el sistema permite ciertos juegos político-sociales, tolera algunas modificaciones cosméticas, aunque cuando se trata de los resortes últimos que lo mantienen (los económicos), ante cualquier posibilidad real de cambio profundo reacciona inmediatamente.

Ello no lleva a descartar la lucha en los marcos de la institucionalidad democrática capitalista, pero debe advertirse de sus límites, infranqueables por cierto.

Vale entonces el epígrafe. Los cambios reales, profundos, los que mueven la historia, se consiguen con lucha, mal que nos pese. La violencia sigue siendo “la partera de la historia”.

rmh/mc

*El autor es colaborador de Prensa Latina en Guatemala

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