Por Gustavo Espinoza M.
Periodista y exparlamentario peruano, colaborador de Prensa Latina
Como en imágenes sucesivas volvieron a desfilar por la memoria de hombres y mujeres de todos los países, acontecimientos que alumbra este recuerdo: los cañonazos del crucero Aurora, la fortaleza de Pedro y Pablo, la movilización de los obreros de la fábrica Putilov, el Smolny, el asalto al Palacio de Invierno tomado en noche memorable por un destacamento liderado por Antonov-Ovseenko, quien recibiera de Lenin la tarea.
La Revolución Rusa de 1917 estuvo precedida de otros grandiosos episodios. Quizá si el primero fue la rebelión de los esclavos, liderada por Espartaco, el gladiador tracio que puso en vilo al Imperio Romano.
No triunfó, pero dejó como legado dos expresiones que perduran: los hombres crucificados en la Vía Apia como la expresión de la crueldad de los Césares, y la bandera roja que enarbolaran los alzados al marchar al combate. Esta última sigue siendo el símbolo del valor y el heroísmo de los pueblos en todos los confines del planeta.
Después, vendrían otros episodios: en 1630 la Revolución industrial que derivara en el cartismo; la Revolución Francesa de 1789, la cual con sus banderas de Igualdad, Libertad y Fraternidad abriera paso a un proceso social que marcara época; las Revoluciones de 1830 y 1848 en las que el proletariado de París comenzara a jugar un papel significativo aplastando definitivamente los rezagos de la monarquía absolutista de los Luises.
En 1871, y luego de la guerra franco-prusiana, asomaría la Comuna de París, el primer gobierno obrero de la historia humana que duraría apenas 71 días y fuera bestialmente ahogado en sangre por el abominable Adolfo Thiers, ese “Sila francés” como certeramente lo definiera Marx.
Luego, y ya en el siglo XX, la Insurrección de Moscú, cuando los obreros del barrio de Presnia, bajo la conducción de Babushkin, emplearon las barricadas como forma preferida de combate. Y ciertamente la acción de Petrogrado, que evocamos en nuestros días y que abriera ruta a una experiencia virtualmente inédita en la historia humana: la instauración de un gobierno de nuevo tipo, de corte socialista.
La Revolución Rusa, para afirmarse, debió vencer obstáculos descomunales: la guerra civil que se prolongó hasta 1921; la agresión de 14 naciones que atacaron militarmente al Estado Soviético con el propósito de aniquilar la experiencia naciente; y la secuela de la Primera Guerra Mundial, que dejara en Rusia una espantosa herencia de hambre, destrucción y miseria. Así, desde los escombros, debió construirse el Poder Soviético.
MÁXIMA EXPRESIÓN DEL SOCIALISMO CONTEMPORÁNEO
La Revolución Rusa, gracias al socialismo, pudo demostrar que era posible acabar con la autocracia zarista, un oprobioso régimen de dominación que parecía invencible, y generar la construcción de un mundo nuevo, más humano y más justo; convertir un país extremadamente pobre y atrasado en la segunda potencia mundial, en apenas cuatro décadas; derrumbar el sistema colonial, abriendo paso al surgimiento de decenas de países independientes y soberanos.
Asimismo, vigorizar la lucha de los pueblos afirmando las tareas de la liberación y el desarrollo, como se pudo confirmar con las experiencias victoriosas de Vietnam, República Popular Democrática de Corea, Cuba y otros pueblos; promover la cultura, la ciencia y la tecnología alcanzando niveles nunca antes vistos.
Están las hazañas de Yuri Gagarin y Valentina Tereshkova, los avances en materia de salud, educación, vivienda y empleo, así como la lucha contra los males consustanciales a la sociedad capitalista.
En Perú, esta experiencia fue saludada entusiastamente por José Carlos Mariátegui. Para él, la Revolución Rusa constituyó la máxima expresión del socialismo contemporáneo. Es, nos dijo, “un acontecimiento cuyo alcance histórico no se puede aún medir”.
Pero nuestro Amauta tuvo también el acierto de valorar a la figura dominante de este singular proceso, cuyo sólo nombre despertó siempre el pavor de los explotadores de todos los países.
De Lenin, dijo en efecto: “El líder ruso poseía una extraordinaria inteligencia, una extensa cultura, una voluntad poderosa y un espíritu abnegado y austero. A estas cualidades se unía una facultad asombrosa para percibir hondamente el curso, y adaptar a él la actividad revolucionaria”.
En apenas cinco líneas, supo diseñar una personalidad entera y mostrarla en todos sus rasgos distintivos. Y es que, para él, Lenin era en efecto “un hombre terso, sencillo, cristalino, actual, moderno”. Tenía todas las virtudes para ser considerado como la figura cumbre y la expresión emblemática de la Revolución Mundial. Así pasó a la historia.
La caída del socialismo en la URSS fue resultado de errores y deformaciones en su aplicación, el trabajo constante del enemigo interno y externo y la traición de un liderazgo que operó a espaldas del pueblo.
Pero no generó -como esperaban los áulicos del capitalismo- la victoria de este sistema de dominación. El mundo unipolar regido por los Estados Unidos hace agua hoy por todas partes. Y en todas partes los pueblos luchan por establecer un régimen socialista asentado en las bases teóricas y políticas del socialismo del siglo XX, y por eso lo llaman, para terror de las plañideras del Imperio, el socialismo del siglo XXI.
Como lo dijera el poeta peruano César Vallejo en las páginas de Mundial, en 1917 el ideal ruso “fue el dueño del porvenir de la humanidad”.
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