Guillermo Castro H.*, colaborador de Prensa Latina
“Las contradicciones no están en la naturaleza,
sino en que los hombres no saben descubrir sus analogías.”
José Martí, 1882 (2)
Lazzarato aborda con especial detalle la situación de guerra incesante que aqueja al sistema mundial desde comienzos de este siglo, y que por ahora alcanza su expresión más violenta y destructiva en el conflicto que tiene lugar en Ucrania. Al respecto, dice, en el capitalismo las guerras “no estallan porque haya autócratas feos y malvados y demócratas buenos y amables.” Por el contrario, “las guerras que encontramos al principio de cada ciclo de acumulación, las volvemos a encontrar al final.”
Lo que distingue a nuestra época es el efecto del “gran cambio” que afectó a “la máquina bicéfala” Estado/capital durante la gran guerra de 1914-1945, de la cual resultó el paso de la organización colonial del sistema mundial – vigente desde mediados del siglo XVI – a la organización internacional vigente de 1950 acá. Dicho cambio generó, dice, “una integración de la acción del Estado, la economía de los monopolios, la sociedad, el trabajo, la ciencia y la técnica […] para construir una megamáquina de producción para la guerra cambia profundamente las funciones de cada uno.” A partir de allí,
el Estado acentúa el poder ejecutivo en detrimento del legislativo y del judicial para gestionar la “emergencia”, la economía sufre la misma concentración de poder político consolidando los monopolios, la sociedad en su conjunto y no sólo el mundo del trabajo es movilizada para la producción, la innovación científica y técnica pasan a estar bajo el control directo del Estado experimentando una aceleración fulgurante.
Con ello, tomó cuerpo “un vínculo que ningún liberalismo podrá desatar” entre la guerra, los monopolios y el Estado, que establece su propio mercado más allá “de la oferta y la demanda y la libre competencia.”
Ese complejo militar-industrial, como lo bautizara en 1960 el general y ex presidente de los Estados Unidos Dwight Eisenhower, se ha convertido en un mecanismo que acelera el desarrollo de la organización del trabajo, de la ciencia y de la técnica; la coordinación y la sinergia de las diversas fuerzas productivas y de las funciones sociales se traducen en un aumento de la producción y de la productividad. Pero la producción y la productividad son para la destrucción.
Con todo ello, el aumento de la producción “se concreta en un aumento de la capacidad de destrucción” y, en ese contexto, la posible desaparición de la humanidad por la violencia concentrada de la bomba atómica se combina además con la “violencia difusa” de la crisis ambiental a escala planetaria. Hoy, “la instantaneidad de la bomba y la duración de la degradación ecológica, convergen hacia un mismo resultado” que proviene de “la identidad de producción/ destrucción.”
Para Lazzarato, esta identidad “nos obliga a considerar bajo una nueva luz las categorías del trabajo y de las fuerzas productivas que debían ser herederas del poder del ser”, porque las fuerzas productivas han venido a ser “al mismo tiempo fuerzas destructivas.” En una circunstancia así, concluye, “hay que repensar las modalidades de la acción política.”
John Bellamy Foster, por su parte, aborda ese repensar desde el proceso de construcción de lo que el gobierno de la República Popular China llama una revolución ecológica. Para ello parte de una pregunta sencilla y directa: “¿Por qué la categoría de civilización ecológica, tan central para China en la actualidad, es en gran medida inconcebible incluso como tema de conversación dentro del núcleo imperial del mundo capitalista, quedando totalmente fuera de su esfera ideológica?”
Al respecto, dice, los críticos occidentales de la propuesta china sostienen que, si bien Europa y Norteamérica “tienen unos fundamentos políticos y económicos superiores, su progreso medioambiental se ve obstaculizado por su cultura ecológica tradicional más destructiva.” China, en cambio, tiene una cultura ecológica más armoniosa que se remonta a milenios atrás, pero su régimen político-económico “hiperindustrial” y autoritario le impide llevarla a cabo, poniendo así en peligro a toda la Tierra y a toda la humanidad, a menos, claro está, que la cultura ecológica tradicional de China triunfe sobre sus actuales objetivos político-económicos de inspiración marxiana.
Para Bellamy Foster, este argumento busca “desconectar la idea de progreso ecológico de una praxis socialista de desarrollo humano sostenible.” Por el contrario, agrega, “el concepto de civilización ecológica es de hecho un producto histórico del desarrollo del marxismo ecológico”, y ambos se requieren entre sí.
En el sentido marxiano, dice, el concepto de civilización ecológico “apunta a la lucha por trascender la lógica de todas las civilizaciones anteriores, basadas en las clases, en particular el capitalismo, con su doble dominación/alienación de la naturaleza/humanidad.” Este planteamiento, agrega, se remite a “la larga historia del análisis ecológico dentro del marxismo”(3), del cual resultó la “célebre teoría de la ruptura metabólica de Marx, con la que abordó las crisis ecológicas de su época,” que hoy se ha ampliado “para abordar la destrucción de los ecosistemas por parte del capitalismo y la alteración de casi todos los aspectos del medio ambiente planetario.”
Desde esa ampliación, la propuesta china de crear una civilización ecológica parte de reconocer la necesidad de atender a “las leyes de la naturaleza” para “evitar costosos errores en su explotación”, pues todo daño que se inflija a la naturaleza “acabará volviéndose contra nosotros.” Así entendido, el concepto de civilización ecológica que se está aplicando hoy en China “representa un modelo de civilización nuevo, revolucionario y transformador”, que hace parte del desarrollo de “una gran sociedad socialista moderna”. Esta propuesta civilizatoria, añade, amplía “la tríada estándar de factores ambientales, económicos y sociales que ha llegado a caracterizar el desarrollo sostenible liberal”, al incorporar los dominios de la política y la cultura. La civilización ecológica así concebida procura el desarrollo humano sostenible, relevando la definición no económica del bienestar y poniendo la política al frente, en términos que no dejan de recordar al “vivir bien” de los pueblos andinos.
En el caso de China, esos objetivos deben operar en un contexto de rápido crecimiento económico, en cuyo marco se reconoce que “el crecimiento económico tendrá que ralentizarse un poco en relación con décadas anteriores.” Aun así, la planificación general ya plantea que los principales componentes de la civilización ecológica en China deben estar establecidos para 2035, y que el país debe alcanzar las emisiones netas de carbono cero para 2060.
Esto define, en breve, un programa encaminado a generar colectivamente un ambiente distinto mediante la creación colectiva de una sociedad diferente. Este empeño innovador, señala el autor, opera al interior de una “formación social posrevolucionaria de orientación socialista que conserva un gran elemento de capacidad de planificación económica, dirección estatal y valores colectivos, vigorizados por la continua movilización popular tanto en las zonas rurales como en las urbanas.”
Por contraste, añade, “la principal propuesta radical en Occidente para hacer frente a la amenaza ecológica global es la de un Nuevo Pacto Verde patrocinado por el Estado, que suele articularse en términos de mecanismos de mercado, cambio tecnológico y empleos climáticos, que permitirán que la producción continúe, esencialmente sin cambios.” Ante esta situación, señala, lo que se necesita “para llevar a cabo una revolución ecológica dirigida a la supervivencia humana no es simplemente una reforma medioambiental, sino una revolución ecológica y social mucho más amplia dirigida a trascender la lógica del propio capitalismo.”
Un progreso genuino en este sentido, “que supere la alienación de la naturaleza y la humanidad asociada a los procesos de expropiación y explotación,” deberá ampliar la noción no sólo de un proletariado y un campesinado económicos como la principal fuerza de cambio, para incluir “un proletariado y un campesinado ecológicos”. Con ello, cabrá llevar a una práctica renovada aquello que Marx llamó la “jerarquía de las necesidades [humanas]”, en la cual “nuestra relación con la tierra es necesariamente la primera, pues constituye la base de la supervivencia y del desarrollo de la vida misma.” Y el lugar y el aporte de nuestra América en esa tarea será no solo enorme, sino decisivo.
Rmh/gch
**Ensayista, investigador y ambientalista panameño. Referencias bibliográficas:
1.- Lazzarato, Maurizio (2022): “Guerra, capitalismo y ecología” . Bellamy Foster, John (2022): “Civilización ecológica, revolución ecológica/
2.-“Emerson”. La Opinión Nacional, Caracas, 19 de mayo de 1882. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XIII, 29.
3.- En esa historia destaca el tratamiento por Marx y Engels “de las contradicciones ecológicas del capitalismo” en temas que van desde “la degradación del suelo y la división entre la ciudad y el campo”, hasta “la contaminación industrial, el agotamiento del carbón y de los combustibles fósiles en general, […] la tala de bosques, la adulteración de los alimentos, la propagación de virus por causas humanas, etc.”
(Tomado de Firmas Selectas)