Marcelo Colussi*, colaborador de Prensa Latina
Toda esta primera consideración quizá no agrega nada nuevo, pero nos pone en el punto de partida para intentar saber por dónde tenemos que ir. En otros términos, la pregunta sigue siendo la misma que se hacía Lenin hace más de un siglo atrás, en 1902: ¿qué hacer?
Es más fácil decir qué no hacer que proponer cuestiones concretas, que indicar con claridad “¿qué hacer?”. En otros términos: es más fácil destruir que construir. Pero sabido eso, y asumiendo que no nos resulta nada fácil marcar un camino seguro (por el contrario ¡es tremendamente difícil!) optamos por tomar esa metodología: digamos, al menos en principio, por dónde no debemos ir. Eso ya nos recorta un poco el panorama, y nos dice lo que no tenemos que hacer. Esto seguramente nos podrá ayudar para ir delineando lo que sí queremos, y lo que concretamente podemos hacer.
Estamos claros que hoy no es pertinente:
1.- Impulsar la lucha armada. Al menos, no en este momento. Las condiciones nacionales de todos los países e internacionales tornan imposible levantar esa propuesta en la actualidad. El movimiento armado zapatista en México ha logrado mucho en sus “zonas liberadas”, pero el capital global lo ha dejado allí, encerrado en un espacio acotado, y no funciona como modelo seguro para replicar.
El agotamiento de la opción armada, la respuesta absolutamente desmedida de que fue objeto por parte del Estado burgués en su estrategia contrainsurgente, el descrédito y el miedo que dejaron estas luchas en el grueso de las poblaciones hacen imposible, en la actual coyuntura, volver a levantar esa opción, o profundizarla con posibilidad de éxito en los territorios donde aún permanece activa (grupos en Colombia, India, Indonesia, Filipinas, Mali, Etiopía).
La cuestión técnica, es decir: la enorme diferencia de poderío que se ha establecido entre las fuerzas regulares de cualquier Estado y las fuerzas insurgentes, sin minimizarla en lo más mínimo, no es necesariamente el principal obstáculo para proponer esta salida. Los ideales, está probado, pueden ser más efectivos que el más impresionante dispositivo técnico, que las más poderosas fuerzas armadas. El arma más importante, extremando las cosas, es la ideología (de ahí la importancia vital de desarrollar la lucha ideológica como parte de una estrategia revolucionaria).
De todos modos, llegado el caso, esa diferencia de potencial bélico hoy es tan grande que habría que replantear formas de lucha. Sin caer en romanticismos exitistas, debemos tener claro que hoy el sistema global se ha armado de tal manera que solo se lo puede destruir con misiles nucleares. Y, por supuesto, ese no es el camino, porque así nos destruimos todos como humanidad. Por tanto, habrá que inventar otros nuevos.
Por ejemplo: ¿podemos llegar a tomar seriamente como una opción que desestabilice al sistema una “guerrilla informática”, los hackers? Quizá eso no serviría como propuesta de transformación, y debería pensarse en otras opciones, como guerra popular prolongada con una vanguardia armada. Pero, ¿es posible hoy enfrentarse a drones, inteligencia artificial, satélites geoestacionarios, armas químicas, bacteriológicas y nucleares de poder desmedido con algunos fusiles de asalto? ¿Puede disponer el campo popular, o alguna organización de izquierda, de todo ese potencial?
Lo cierto es que hoy, dado la reciente historia, la lucha armada no se vislumbra como una vía posible. El costo pagado fue demasiado grande. Después de tantos miles y miles de muertos, es poco lo que se ha logrado, y habría que pensar mucho si vale la pena nuevamente ese camino. Los movimientos armados de décadas atrás, en numerosos países se transformaron en partidos políticos en el marco de la institucionalidad capitalista. El resultado nunca ha sido una revolución socialista. Esto no significa negar la posibilidad de la lucha armada, pero hay que situarla correctamente, y hoy no parece haber mucho espacio para ella.
2.- Participar como partido político buscando la presidencia en elecciones generales. Sin descartar completamente y de cuajo la opción de la vía electoral, la propuesta revolucionaria no pasa por ocupar la administración del Estado capitalista.
La experiencia mundial ha demostrado infinidad de veces -en general de manera trágica- que tomar el gobierno no es, en modo alguno, tomar el poder. Los factores de poder pueden admitir, a lo sumo, que un gobierno con tinte socialdemócrata realice algunos cambios no sustanciales en la estructura. Cambios cosméticos, que no afectan en profundidad las reales relaciones de fuerza; si se quiere ir más allá, al no contarse con todo el poder real (las fuerzas armadas, el aparato de Estado en su conjunto, o en todo caso la movilización popular efectiva que representa un movimiento de masas siendo quien en verdad insufla la energía transformadora), al no haberse producido un cambio en las correlaciones de fuerzas reales en la sociedad, las posibilidades de cambio efectivo son nulas desde el aparato de Estado. Cambiar algo superficial para que no cambie nada en la base es puro gatopardismo. Quizá pueda ser útil, sólo como un momento de la lucha revolucionaria, optar por ocupar poderes locales (alcaldías, por ejemplo) o algunas bancas en el Poder Legislativo, para hacer oposición, para organizar, para constituirse en un referente alternativo. Pero en todo caso no hay que olvidar nunca jamás que esas instancias de la institucionalidad capitalista son muy limitadas: no están hechas para la democracia genuina, de base, revolucionaria. Son, en definitiva, instrumentos de dominación de clase, por eso no podemos apuntar a trabajar en ellas con la “ingenuidad” de creer poder transformar algo con instrumentos destinados a no cambiar nada.
La democracia burguesa lo más que puede cambiar es la administración de turno, no más. Y, llegado el caso, hasta pueden permitirse cambios “políticamente correctos”, presentables como grandes transformaciones (mujeres ocupando cargos en la estructura de gobiernos burgueses, incluso presidentas, o un primer mandatario afrodescendiente como el pasado presidente de Estados Unidos que, obviamente, no modificó el visceral racismo supremacista blanco de ese país); cambios, todos ellos, que no pasan de un maquillaje superficial, que no cuestionan nada de fondo.
¿Por dónde ir entonces?
Dado que estas son ideas preliminares y no se pretende o, siendo honestos, no se está en condiciones con este sencillo escrito, dejar establecido un claro y delineado programa de acción con metas a largo plazo y tareas específicas, nos podemos permitir una suerte de lluvia de ideas para intentar ir trazando una ruta posible.
Podría indicarse un mapa de lo que sí es pertinente:
1.- Actitud autocrítica. Es necesario, ante todo, tener una actitud autocrítica respecto a nuestro actuar, a nuestra historia como izquierda. La actual situación- bastante caótica- de todo el campo popular y de las fuerzas de izquierda a nivel mundial no permite ver un triunfo revolucionario cercano; muy por el contrario, evidencia un panorama más bien preocupante, por no decir desolador.
Si bien la estructura de las sociedades no ha cambiado un ápice luego de los años de la Guerra Fría y de las terriblemente calientes guerras que sufrieron los territorios en donde se medían por delegación las superpotencias (algo así como lo que está pasando ahora en Ucrania), el ideario socialista pareciera estar en este momento “en retirada” -o bastante replegado al menos-. Eso, sin dudas, se debe básicamente al ataque furioso, despiadado y sin cuartel que produjo la derecha en estos últimos años.
Además de la andanada militar (con muertos a granel para defender el sistema, supuestamente: “la democracia y la libertad”), los planes llamados neoliberales (eufemismo por decir capitalismo salvaje sin anestesia) desarmaron mucho de la organización popular y golpearon muy duramente a la izquierda.
El actual estado de silencio revolucionario -valga el neologismo- se debe en lo fundamental a esa avanzada. Pero este repliegue que ahora se vive puede/ debe ser una oportunidad para plantearnos autocríticamente qué podemos haber estado haciendo mal, o qué flanco descuidamos para haber sufrido esta derrota.
Si se quiere decir de otro modo: mientras pensamos en la reorganización para la lucha, tenemos la extraordinaria ocasión para revisar autocríticamente muchas de nuestras acciones pasadas en el amplio espectro de las izquierdas. Por lo pronto, es hora de repensar sin prejuicios cosas que algunas décadas atrás podíamos dar casi por verdades acabadas, o que no entraban en el campo de reflexión, por considerárselas “intrascendentes”.
Ahí cabe, por ejemplo, la cultura patriarcal-autoritaria que nos sigue modelando (a todo el mundo, más allá de los géneros a que adscribamos), de la que se derivan conductas que debemos revisar. ¿El eterno fragmentarse de la izquierda podrá tener que ver con luchas de poder? El machismo, las prácticas racistas, el adultocentrismo, el vanguardismo, son todas conductas que han marcado (¿siguen marcando?) a la izquierda, y es necesario desenmascarar. La burocracia, el facilismo, el oportunismo, el culto a la personalidad y el caciquismo han marcado muchos procesos en el campo popular, generando un clima que la derecha aprovecha para criticar y desautorizar.
Si nos descubrimos con todas esas características, la tarea urgente es, como mínimo, aceptarlas y no negarlas. Acto seguido: buscarle alternativas. Sólo con genuina actitud autocrítica pueden construirse reales alternativas de cambio; sólo revisando los errores del pasado puede mirarse productivamente el futuro.
2.- Largo plazo (visión estratégica) y no sólo coyuntura. Si pensamos seriamente la transformación revolucionaria de la sociedad (¿la nacional o la global?), la iniciativa tiene que ser de largo aliento.
Aunque para mucha izquierda, eso que se llama “trotskismo” pueda ser cuestionable, y aún a riesgo de ser considerados “heréticos” por esa ortodoxia autoritaria mal entendida que decíamos debe ser sometida a crítica, quizá hay que plantearse el proceso en clave de “revolución permanente”, tal como pedía el revolucionario ruso León Trotsky. En ese sentido, la transformación que nos proponemos no puede concebirse, ni se agota, en término de acciones coyunturales. De ahí que la estrategia electoral, tal como se dijo más arriba, no puede ser ni remotamente el hilo conductor del planteamiento. Debe pensarse en una iniciativa de acumulación de fuerzas, por tanto, con una estructura permanente, sólida, durable.
Lo coyuntural, sin dudas, podrá ocupar un lugar importante, en tanto obliga a dar respuestas concretas y puntuales, imprescindibles seguramente en la estrategia de acumulación de fuerzas. Pero de ningún modo se podrán poner todos los esfuerzos en la respuesta reactiva a situaciones emergentes. Si la meta es la transformación revolucionaria de la estructura social, lo coyuntural es un momento de esa lucha, no más. Cada acción puntual deberá pensarse en función de ese proyecto estratégico.
3.- Lucha de clases en el centro del proceso. Si nos ubicamos como consecuentes marxistas revolucionarios, el centro de todo nuestro accionar está dado por la lucha de clases como verdadero motor de la historia y de las relaciones en la sociedad. Ello no explica todo, por supuesto (también hay infinidad de variables subjetivas en juego, y otro interjuego de micropoderes en acción: las otras contradicciones que apuntábamos: inequidad de género, discriminación étnica y sexual, catástrofe ambiental producto de la producción afiebrada del capital, monopolios, imperialismo, circuitos financieros que terminan manejando el globo terráqueo, narcoactividad como un campo que obtiene creciente poder), pero la dinámica que da cuenta de cómo las sociedades se vertebran pasa por el lugar que se ocupa en relación a los medios de producción, de lo que deviene el carácter de poseedor (explotador) o desposeído (explotado).
A partir de esa arquitectura elemental, esta contradicción primera y fundamental, es que nos podemos plantear otras contradicciones complementarias, que se retroalimentan entre sí (el racismo, por ejemplo, es una justificación para la explotación económica). De esa manera deben hacerse entrar en el análisis las contradicciones de género, las étnicas, el tema medioambiental, como elementos de similar trascendencia que se anudan e interactúan con la contradicción de clase.
En ese sentido valga mostrar con un ejemplo concreto a qué nos referimos: hoy por hoy, en muchos países latinoamericanos son una fuente de movilización muy importante todos aquellos movimientos que se oponen al auge de la industria extractivista depredadora, asociada al capital transnacional y que actúan con venia del Estado nacional. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico), estos movimientos constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales.
En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, que arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020- Cartografía del futuro global”, del Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse:
“A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”.
Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington cuestionando así sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente, la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, “la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales estratégicas], o sea, de los pueblos indígenas”.
La contradicción fundamental del sistema sigue siendo el choque irreconciliable de las clases enfrentadas, de trabajadores y capitalistas. Esa contradicción -que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia, amén de las otras contradicciones sin dudas muy importantes que mencionáramos: asimetrías de género, discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, etc.- pone como actores principales del escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola, trabajadores clase-media de la esfera de servicios, intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa privada, subocupados y desocupados varios (que son, básicamente, trabajadores en situación de no-trabajo), campesinos sin tierra.
Lo cierto es que, con la derrota histórica de este round de la larga lucha del campo popular, y con el retroceso que, como trabajadores, hemos sufrido a nivel mundial con el capitalismo salvaje de estos años (precarización de las condiciones generales de trabajo, pérdida de conquistas históricas, retroceso en la organización sindical, tercerización, etc., etc.), los trabajadores estamos desorganizados, quizá desmoralizados, no habiendo una propuesta clasista clara que movilice. (de ahí que las ONG’s han servido a las potencias para seguir dividiendo la protesta social).
Por eso no se ve la lucha de clases como el fuego que atiza las reivindicaciones actuales; por el contrario, dado la forma que tomó el capitalismo actual, tener un puesto de trabajo ya puede considerarse un lujo que debe cuidarse. En ese sentido, estos movimientos campesinos- indígenas que reivindican sus territorios son una fuente de vitalidad revolucionaria sumamente importante. La potencialidad de este descontento que en diversos países de la región latinoamericana se expresa en toda la movilización popular anti-industria extractivista (minería a cielo abierto, hidroeléctricas, monocultivos para la agroexportación) puede marcar un camino. La cuestión no es llegar a esos movimientos para “indicarles por dónde ir” sino caminar juntos con ellos.
En adición a eso, y para mostrar que el punto central de toda la acción revolucionaria sigue siendo la lucha de clases, no hay que perder de vista la llama encendida que puede significar la “Declaración de Quito” con la que concluyó el encuentro continental “500 Años de Resistencia India”, realizado en julio de 1990, absolutamente válida hoy día, preparatorio de la contra-cumbre de celebraciones que tuvieron lugar con motivo del “encuentro” (¿o encontronazo?) de dos mundos en 1492:
“Los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país”. (Sigue)
rmh/mc
*Catedrático universitario, politólogo y articulista argentino.
(Tomado de Firmas Selectas)