De Monseñor Oscar Arnulfo Romero, querido por su pueblo y odiado por las fuerzas de la derecha salvadoreña, el poder económico y oligárquico, así como las fuerzas armadas y los cuerpos represivos de aquel entonces, no toleraron su voz de denuncia y verdad, según reseña el diario Colatino aquellos hechos que conmovieron al mundo y enlutaron a los salvadoreños.
Un día antes, según analistas y seguidores, cavó su tumba cuando en su mensaje dominical instó al ejército a “no matar a sus mismos hermanos”.
Ese llamado desató la ira y el odio de sus enemigos, que en menos de 48 horas, es decir, el día lunes a las seis de la tarde, daban el tiro de gracia que terminó con la vida terrenal de Romero, hombre de fe y devoción cristiana, de apego a la verdad, y defensor nato de los derechos del pueblo que le vio nacer, señaló el diario.
Romero continúa siendo una figura firme y trascendental en gran parte de los hombres y mujeres que conocieron de él, en los tiempos más oscuros que vivió el país, así como entre las nuevas generaciones que le conocen con los años y aprenden de su palabra, señaló el diario salvadoreño.
Pero los que vivieron cerca, como Oscar Pérez, un salvadoreño que hoy defiende causas justas e impulsa que se conozca la verdad como es el caso del asesinato de cuatro periodistas de Países Bajos a manos de los militares en 1982, creen que su mensaje está ahora más presente que nunca, que no debe verse lejano ni solo en los altares.
El funeral del prelado se programó para el 30 de marzo de 1980 en la catedral. Entre 50 mil y 150 mil personas, según diversos estimados, acompañaron el rito fúnebre en la plaza Barrios y sus alrededores.
Fueron recibidas con bombas y disparos. Entre el caos, las bombas y los disparos, 40 murieron y alrededor de 200 resultaron heridas, según cronistas de la época.
Fue una trágica y violenta despedida en la que participaron cientos de salvadoreños, y como denunciara muchos veces el mártir santificado por el Vaticano en 2018, el pueblo puso los muertos.
El funeral del Santo de El Salvador dejó 40 muertos y hasta la fecha su asesinato sigue impune, como otros tantos en la larga historia de este pueblo.
Según testigos, hombres armados dispararon desde el techo del Palacio Nacional. La gente huyó despavorida, los que no murieron por las balas resultaron aplastados por los que huían de un ataque bárbaro, cuyos autores intelectuales y materiales disfrutan aún de la impunidad.
Al final, los muertos los puso el pueblo, se repite una y otra vez, en la fecha conmemorativa.
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