Marcelo Colussi*, colaborador de Prensa Latina
Esa concepción, a la que llamamos eurocéntrica, se impuso globalmente en estos últimos dos o tres siglos, en virtud del modo de producción vigente este tiempo, el capitalismo, y al desarrollo científico- técnico que posibilitó su expansión por todo el orbe. Como discurso hegemónico, esa cosmovisión eurocéntrica, de piel blanca, portadora de una tecnología novedosa en relación al resto del mundo, se ha impuesto- sangrientamente siempre, no olvidarlo- creando muchas veces el espejismo de hacer pensar a los dominados que sí, efectivamente, los dominadores eran “superiores”.
Así se desarrolló una cultura de sumisión donde los pueblos conquistados, a veces, en una muy compleja y problemática relación, terminaron glorificando a sus conquistadores. Eso ha pasado, y sigue pasando aún, en Latinoamérica.
No es infrecuente ver en cualquier punto de ese continente a algún ciudadano de aspecto aindiado o afrodescendiente (en Latinoamérica hay indios de los pueblos originarios y negros, descendientes de los esclavos africanos traídos siglos atrás, no blancos de ojos azules y rubias cabelleras), con el pelo teñido de amarillo. En esta sufrida región, para ambientar un programa cultural, en principio a muchos se le podría ocurrir usar música llamada “clásica” (música académica europea de los siglos XVII, XVIII o XIX) y no, seguramente, cumbia o ranchera. Y si se trata de organizar una cena de lujo, muy probablemente algún latinoamericano pensaría en ofrecer langosta, algún plato con un complicado nombre en francés, lasaña quizá… pero seguro que no arepa, humita ni indio viejo. Para ir “bien” vestido, un varón debe llevar saco y corbata y una mujer tacones altos con joyas; sería de “mal gusto” presentarse en güipil o con chaqueta de colores típicos como la usada por el ex presidente de Bolivia. Los palacios gubernamentales, aún rodeados de palmeras y bajo abrasadores soles tropicales, deben tener muchas columnas griegas con amplias escalinatas de mármol como los de los “hombres blancos” del Norte (el símbolo de la UNESCO, organización mundial de la ciencia y la cultura, es un Partenón griego), y la juventud “in” canta en inglés. ¿¡Cómo habría de tararear una canción en guaraní o en mapuche?! En diciembre, ¡por supuesto!, los malls (también se puede decir shopping centers, siempre en inglés) se llenan de pinos plásticos y nieve artificial con un viejo barbudo vestido con trajes de piel. Si pensamos en pirámides fabulosas, pensamos en las de Egipto, olvidando que en Mesoamérica hay otras tan fantásticas como aquellas. Dato marginal: la civilización maya llegó al concepto de número cero hace más de mil años, cuando en Europa se cazaban brujas.
¿Por qué lo latinoamericano no es “civilizado”? ¿Maldición de Malinche?
¿Pero quién dice que no somos “civilizados”? ¿Cuál es el ícono representativo de nuestros países? Hombres borrachos y mujeriegos, en general flojos para el trabajo, mujeres provocativas con sensuales caderas y pechos semidesnudos, sucias y caóticas ciudades desorganizadas atestadas de vendedores ambulantes y niños de la calle, uniformados impunes que ejercen un poder dictatorial, un agro semifeudal con campesinos famélicos usando bueyes y machete para sus faenas diarias. En general no se relaciona Latinoamérica con ciencia, tecnología, arte ni filosofía; pero sí se la asocia a atraso, a primitivismo, a sociedades detenidas en los siglos de la colonia española, profundamente católicas, llenas de prejuicios. Ahora bien: ¿de dónde sale esta cosmovisión? ¿Somos así los latinoamericanos, o esa es la lectura que sobre nosotros produce el discurso imperial que nos condena a ser “indios” y “negros” atrasados proveedores de materias primas baratas?
La dominación se asegura militarmente, y por la cultura. E incluso esta última termina siendo, a largo plazo, tan o más efectiva que las armas. Desde que hay sociedades de clases, siempre existe una cultura dominante que se impone marcando el ritmo a los dominados. El conquistado se resiste, pero también se pliega al conquistador. Seguramente como mecanismo de sobrevivencia, la dinámica de esta relación amo-esclavo está marcada por esta compleja dialéctica: el esclavo, por lo común, termina pensando con la cabeza del amo. De ahí que la maldición de Malinche puede establecerse y ser efectiva. ¿Por qué, si no, un indígena latinoamericano querría pintarse el pelo del color de quien lo conquistó?
Una supuesta cultura “superior” a otra no es más que patraña. ¿Son “mejores” los que tienen el “buen” gusto de comer pasta con vino tinto en vez de anticucho o de usar ropa con apagados colores pastel y no esos “primitivos” tonos vivaces de las guayaberas tropicales? Si alguien creyera que sí, verdaderamente es un primitivo. Lo curioso, no obstante, es que el mundo está basado en esa idea. Sin saberlo, sintiéndose “superiores” algunos e “inferiores” otros, continúa repitiéndose la estructura. ¿Nos irá mejor en la vida si nos teñimos el cabello de rubio y copiamos las modas de los anglosajones dominantes?
Producto de más de cinco siglos de imposición cultural, en Latinoamérica estamos adormecidos, y en muy buena medida seguimos creyendo, como la Malinche, que lo que viene de afuera es necesariamente “mejor”. El “made in…” es ya una garantía de calidad. ¿Pero hasta cuándo vamos a seguir con ese complejo de inferioridad? ¿Acaso si no somos rubios no podemos hacer nada “importante”? ¿Estamos condenados a proveer al norte (a precio de remate) sólo productos primarios y jugadores de fútbol? Las cosas están empezando a cambiar. La dominación llamada “occidental” está comenzando a caer.
Si hay algo primitivo, bárbaro y salvaje entre los seres humanos es, justamente, creerse superior a otro.
rmh/mc
*Politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala
(Tomado de Firmas Selectas)