En pocos días, el viajero no podrá opinar con seriedad sobre cómo es la vida en este país, rodeada de tantas especulaciones y mitos, pero si alcanzará a decir que recibió muchas muestras de amabilidad en esta moderna urbe del Medio Oriente, cual si tratar bien fuera un edicto gubernamental.
Lo que debiera ser normal entre seres humanos en el mundo y en numerosas ocasiones no lo es, aquí es algo natural que fluye desde la mirada, la sonrisa, el gesto y la forma de hablar de los miles y miles de indios, bangladesíes, paquistaníes, y en menor cantidad de africanos y personas de otras nacionalidades a cargo de la mayoría de los servicios.
Sí, porque ellos ayudaron —y todavía ayudan— a construir y poblar este país, hogar de apenas un millón de personas en 1980 y de unos 9,5 millones en la actualidad.
Según Naciones Unidas, en EAU viven poco más de 8,7 millones de inmigrantes, el 93,91 por ciento de su población, de ellos cerca de 6,5 millones hombres, el 73.65 por ciento del total, frente a los casi 2,3 millones mujeres, el 26,34 por ciento, siendo el país con mayor porcentaje en el mundo.
Y los pocos sonidos que se escuchan en las calles son causados por las grúas y las máquinas encargadas de construir nuevos edificios e infraestructuras viales, porque esta ciudad, ubicada en una isla del Golfo Pérsico, se desarrolla y crece más, con tranquilidad elocuente, a pesar de las crisis internacionales y las contingencias regionales.
Esa paz parece acompañar a su gente, tanto a los inmigrantes como a los naturales de aquí, estos últimos de blanco los hombres, gran parte de ellos ataviados en sus khanduras impecablemente blancas, sin arrugas, como si fueran planchadas con almidón por mamás -recuerdan-; y las muchas mujeres de negro, con sus quora, el velo de ese color que quiere transmitir modestia a la hora de vestir.
Es así, me dicen, por la ley islámica de recato para las mujeres, con el propósito de que sus vestimentas no llamen la atención de los hombres, algo que resulta inevitable para el visitante, porque para algunos el misterio las vuelve más atractivas.
Aunque no a todas, a muchas se les puede ver con el clásico pañuelo para cubrirse la cabeza y taparse el cabello, mientras otras usan la burka o niqab, que también cubre su rostro, dejando para la imaginación su belleza.
Mucho más pequeña que otras metrópolis, Abu Dhabi es hoy tan cosmopolita como cualquiera de las más pobladas urbes del planeta, con un desarrollo pujante y una cultura diversa en la que predominan la islámica y las tradiciones del pueblo árabe.
Para bien de sus habitantes, solo queda la historia de cuando a mediados del siglo XX el territorio basaba su economía en la cría de camellos; la producción de dátiles y verduras en los oasis del interior en Al Ain y Liwa; la pesca y la búsqueda de perlas en las costas de la ciudad.
Cuentan que entonces la mayoría de los asentamientos de Abu Dhabi, la mayor parte en una isla a 250 metros de la costa —ahora unida al continente por los puentes de Maqta y Mussafa—, se levantaron con hojas de palma, mientras las familias adineradas vivían en cabañas de barro.
Todo cambió a partir de 1958, cuando por primera vez se encontró petróleo por estas tierras y a pesar de que al principio su exportación no tuvo tanto impacto, con los años la riqueza proveniente de su venta transformó al país en uno de los más prósperos de la región, con uno de los niveles de desarrollo y de vida más altos del planeta.
No obstante, sus costumbres ancestrales se respiran aquí a diario, aunque en cada esquina un lumínico anuncie con elegancia una cadena de tiendas europea, de autos japoneses o italianos, un hotel estadounidense, aunque tras las murallas de vidrio y piedra no se sienta el fuerte calor que acompaña cada día, ni se vea la arena del cercano desierto Rub al-Jali.
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