La amenaza es real: de un tiempo a esta parte la gente se besa menos, se ajusta más la consabida mascarilla y entrechoca puños o codos para sustituir lo insustituible.
Lo cual está bien… mientras el SARS-CoV-2 esté al acecho. Lo inaceptable es la propuesta de ciertos extremistas que han sugerido en algunos países una suerte de decreto-antibeso para desterrarlo como práctica social por siempre y para siempre.
Según leí en alguna parte, hay lugares donde el beso no se conoce ni en películas. Los esquimales y algunas tribus de África y la Polinesia, por ejemplo, se frotan las narices cuando quieren besarse.
Prácticas semejantes parecen corroborar la tesis según la cual el beso no es un reflejo innato, sino una costumbre adquirida en un momento dado de la evolución sociocultural del hombre, concretamente del europeo.
Del llamado Viejo Mundo el beso se habría extendido por el resto del planeta gracias a los tenaces esfuerzos que en ese sentido deben haber hecho Erik el Rojo, Marco Polo, Colón, Hernán Cortés, Cook, Amundsen y otros descubridores, exploradores, viajeros, misioneros, vendedores ambulantes y besucones de toda laya.
Los estudiosos del beso plantean que éste tiene su origen en la lactancia, en el contacto de la boca del bebé con el pecho materno, y que su contenido erótico no surgió sino mucho después. Como prueba, alegan que en los primeros idiomas célticos no existía una palabra para designarlo.
¡Lo que se perdieron las antiguas lenguas celtas!
Con todo y lo practicado que es, el beso tiene poquísimos sinónimos. Los diccionarios apenas le reconocen los de ósculo, besico y buz.
Tales extravagantes nombres no le han impedido ser apasionado objeto de estudio por parte de estomatólogos, filósofos, trabajadores manuales e intelectuales, desocupados ocasionales, vagos habituales, pobres, ricos y todo aquello que camina, habla y besa sobre la Tierra.
Si los poetas han ganado fama de hacerlo con mayor acierto que nadie es porque resulta muy fácil versificar con una palabra que rima con todas las demás. Porque beso, aunque no lo parezca, pega hasta con saliva.
Los que citan diversas conductas de los animales para argumentar su inteligencia (la de los animales, claro), por lo regular olvidan al beso.
¿Acaso no se besan los periquitos y otras aves con sus picos, los monos con sus bembas y hasta las hormigas con sus antenas? Ya lo dijo en su momento el célebre besólogo dominicano Juan Luis Guerra: hasta los peces besan a quienes son de su agrado rozando sus narices contra los cristales de la pecera.
Y es que si nos atenemos a los hechos, no hay animal que lo sea tanto como para renunciar al beso.
Por eso en este, su Día Internacional, choquemos codos, puños y copas por mejores tiempos para esa irreemplazable señal de cariño.
Un beso para todos. ¡Digital, claro!
jha/asg