Me esperaba La Habana caliente, con sus olores y ruidos, su bulla y ausencias, con carne de cerdo y escasez, nueva trova y regueton, con quejas y sugerencias, también con mucho amor.
Regresaba de Moscú, a nueve mil 582 kilómetros, a donde fui a parar como corresponsal de Prensa Latina, misión que para mí fue un regalo luego de 40 años de separación de esa urbe de tantos recuerdos y amores.
En la isla, como en todo el mundo, nos atravesaba implacable una pandemia de Covid-19, de la que entonces no sabíamos cómo salir, y de la que ya poco se habla a pesar de que no ha muerto, porque somos humanos y la vida nos exige mirar hacia delante y poco hacia atrás, aunque en el pasado este el origen de todo.
La capital rusa en la que aterricé en 2020 y de la que marché en 2022 nada tenían que ver. Repaso mis primeros textos a la llegada: a la par de los planes de desarrollo del país en todos los sectores aparecen los planes de desarrollo de su gente.
Entre nota y nota, escribí sobre las frecuentes alarmas del Gobierno ante el avance de la OTAN en las inmediaciones de la frontera rusa, las denuncias del Kremlin por los ataques de Kiev a los territorios rebeldes del Donbass.
Sus llamados a las autoridades ucranianas y al mundo para que se cumplieran los Acuerdos de Minsk, intento de lograr una solución diplomática pacífica al conflicto en el este de ese país.
Pero entre todo aquel cúmulo de informaciones sobresalía la belleza, la magia de Rusia y de su pueblo, empeñado en vivir mejor, vivir bien, pese a las diferencias y las contradicciones existentes, como en cualquier nación del mundo.
El país más grande del planeta, con sus 11 husos horarios, pujaba y puja por cada día ser mejor. Eso lo sentí hasta el último minuto antes de abordar el avión de regreso a Cuba.
También sentí tristeza por despedirme de un país en guerra, de la cual Occidente y Estados Unidos lo culpan, luego de hacer oídos sordos ante los reclamos moscovitas por echarle leña al fuego del posible conflicto bélico.
En Rusia llegó el verano; carriolas, bicicletas y motos renacen abordados por la sonrisa de niños, adolescentes y jóvenes. Resplandece más el sol y Moscú, llena de luces, colores y belleza.
Pero no es igual, muchos hermanos, primos y sobrinos rusos y ucranianos combaten entre si, mueren, de uno y otro lado de la frontera. El país que me acogió feliz ya no lo es. No puede serlo hasta que no acabe la guerra.
ro/mml