Si debiera enfrentar semejante desafío, ¿qué criterios guiarían mi apuesta? ¿Acaso la reconocida calidad literaria de un volumen?, ¿su capacidad para generar sensaciones agradables?, ¿el género predominante?, ¿una combinación de todos esos elementos?
Probablemente prevalecería el gusto propio y, sobre todo, la balanza se inclinaría hacia aquellos títulos con los que tengo una estrecha cercanía emocional, ya sea por su contenido, por el momento en que llegaron a mi vida o por las personas a través de quienes los descubrí.
A fin de cuentas, pocas conexiones son más fuertes que las que nacen del placer de compartir un libro.
En mi mochila, en este caso, no podría faltar la inmortal novela Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, y no solo por justificado chovinismo latinoamericano, sino por el tremendo disfrute que representó a mis 16 años adentrarme en el fascinante mundo de la familia Buendía y los espacios de Macondo.
Todavía, entre algunos papeles de aquella etapa, conservo el árbol genealógico que fui conformando a medida que avanzaba en la lectura de esa obra magistral, repleta de personajes singularísimos.
Igualmente llevaría conmigo un texto del portugués José Saramago. Aunque estaría tentada en un primer momento por Ensayo sobre la ceguera, quizás su obra más conocida y alabada, mi apuesta definitiva sería El evangelio según Jesucristo, un poderoso volumen en el cual, con su desbordante imaginación, conocimiento histórico y lenguaje propio, el creador dibujó una imagen terrenal de Jesús.
En este título, la figura central del cristianismo es mostrada con sus miedos y conflictos, que se convierten en cuestionamientos y análisis sobre la religión en particular y la condición humana en general.
Sumaría a mi viaje otro título latinoamericano, Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, pues, más allá de sus numerosos valores literarios, la reconocida novela del escritor chileno me enamoró por su capacidad de llevarme de regreso a la capital de México.
Casi una década después de trabajar como corresponsal de prensa en esa nación, a través de sus páginas visité nuevamente el Palacio de Bellas Artes, caminé por la calle Bucareli, recorrí los espacios de la colonia Guerrero, repasé esos y muchos otros sitios que se volvieron entrañables.
Por último, llevaría conmigo dos títulos estadounidenses, El padrino, de Mario Puzo, y De ratones y de hombres, de John Steinbeck. Gracias al primero, leído en medio del embrujo de un amor de adolescencia, pude disfrutar mucho más la magistral película homónima y su secuela.
Con el segundo, sufrí junto a George y Lennie la sociedad norteamericana de la Gran Depresión, sus conflictos y abatimientos. Es un texto triste, sí, pero seductor, y ahí está el ejemplar en mi librero, con una dedicatoria en primera página que lo torna aún más especial. En esta corta lista de cinco libros, no podía dejarlo atrás.
(Tomado de 4ta Pared, suplemento cultural de Orbe)