Cierta tarde, cuando bajábamos las escaleras para entrar al metro, tuvimos que retroceder rápidamente sin entender lo que sucedía. Vimos un tumulto de cientos de jóvenes y sentimos un olor que nos cerró la garganta. Corrimos hacia un lugar seguro.
Ya fuera de peligro, alejados de la multitud, percibimos que era una protesta estudiantil contra el aumento de los precios del transporte público en la capital brasileña, reprimida por la Policía Militar del Distrito Federal con gases lacrimógenos.
Un poco más calmados y ya con aire en los pulmones, logramos sacar de la mochila la cámara y el micrófono para reportar los hechos.
Durante el periodo en que fui corresponsal de Prensa Latina (y del canal Telesur) en la capital del país más grande de Latinoamérica, los brasileños vivieron momentos tensos, de ruptura democrática y de retroceso económico y social.
El golpe parlamentario, mediático y judicial, contra la presidenta Dilma Rousseff, el 31 de agosto del 2016, representó un parte aguas en la historia democrática de Brasil.
Con la ascensión de Michel Temer a la presidencia -sin pasar por las urnas- se inició una etapa de lucha contra la pérdida de derechos sociales.
La reforma del sistema de pensiones y seguridad social, aprobada años después, fue una de las medidas que desde mediados del 2016 llevó a muchos ciudadanos a salir a las calles. Ellos la consideraban una ley neoliberal, beneficiosa sólo para banqueros y empresarios.
La tramitación de esa medida en el Congreso provocó que el 24 de mayo del 2017, la Explanada de los Ministerios de Brasilia se convirtiera durante varias horas en un campo de batalla. Por un lado, estaban los trabajadores, por otro, los efectivos de la Policía Militar y el Elicitor convocados por Temer para dispersar a los manifestantes.
En medio de ese escenario, similar a un conflicto bélico, Norbel, el camarógrafo, estaba encima de un camión para captar imágenes desde cierta altura y casi recibe el impacto de uno de los artefactos con sustancias químicas que los militares lanzaban a los manifestantes, algo mucho más peligroso que los efectos de los gases lacrimógenos.
Tanto él como yo, teníamos máscaras y espejuelos para protegernos del olor a pimienta en el ambiente. Sin embargo, ese era un equipamiento destinado a uso doméstico y no lo suficientemente eficaz para permitirnos ver y respirar mientras hacíamos nuestro trabajo.
Además, la tecnología que poseíamos en ese momento nos obligaba a transmitir en vivo con la cámara conectada a una laptop y, de esa forma, era imposible movernos rápidamente en medio del caos, con personas heridas en cualquier esquina por el impacto de balas de goma.
No obstante, conseguimos las entrevistas e imágenes necesarias para mostrar los hechos al resto del mundo, a pesar del persistente e inaguantable efecto de los gases.
Situaciones similares vivimos en manifestaciones de indígenas, quienes iban varias veces al año a acampar a la capital del país para reclamar su legítimo derecho a las tierras de sus ancestros usurpadas por terratenientes.
Aunque no sufrimos una agresión directa por parte de las autoridades, la violencia policial hizo muy difícil el trabajo periodístico en una ciudad donde las protestas se hicieron tan habituales como las medidas antipopulares del gobierno golpista.
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