Esa comunidad -considerada la princesa del desierto- la integra alrededor de un millón de personas dispersas en el norte de África y en la franja semidesértica del Sahel; es decir, se hallan en Argelia, Libia, Níger, Mali, Mauritania y Burkina Faso, donde hacen gala de su cultura, muy antigua y colorida.
Parte de su acervo se expresa en su vestimenta propia para enfrentar los rigores climáticos del Sahara, en la disciplina de vida impuesta por el nomadismo y por el importante papel de las mujeres en el grupo, a diferencia de otras comunidades trashumantes, en las que son limitadas de derechos.
De ahí que en su tradición cultural tenga gran peso lo matrilineal y que interpreten la confesión, el Islam, desde una perspectiva distinta a otras regiones del mundo, donde el estatus femenino es menos sobresaliente.
Asimismo, los tuareg –identificados como hombres de azules- rinden tributo a ese perfil que asume su cultura en su mito fundacional, Tin Hinan, la madre de la nación, una joven alta, delgada, de noble cuna, conocedora del idioma y la escritura de los habitantes originales norafricanos, quien vivió alrededor del siglo V.
Según leyendas recogidas por la tradición oral, ella pudo haber huido de un matrimonio forzado o de un ataque a su clan bereber, lo cual le hizo emprender un viaje de mil 400 kilómetros a través del Sahara hasta llegar con su séquito a una zona fértil de pequeños ganaderos y agricultores, cerca de Tamanrasset, donde se asentaron.
Tin Hinan -en lengua amazigh: Ella, la de las tiendas- hizo la travesía en el lomo de una camella blanca, lo que se interpreta como un símbolo de virtud, entereza, fuerza y pureza, y en esa línea el sobrenombre se relacionaría con su jerarquía y el campamento establecido.
Las mujeres tuareg poseen el control doméstico, generalmente gestionan los recursos, son las que dominan la lectura y la escritura, y deciden sobre el recinto hogareño, además de que se quedan con todo en caso de divorcio.
(Tomado de Orbe)