Por Luis Agüero Wagner
Periodista del diario Siglo XXI, colaborador de Prensa Latina
Cuando el dictador Augusto Pinochet fue detenido en Londres, Baltasar Garzón tenía en sus manos documentos rescatados por Martín Almada de los Archivos del Terror. La participación norteamericana en la siniestra conjura contra la democracia y la vida de la tenebrosa logia de dictadores sudamericanos fue documentada y convertida en parte de una historia irrebatible gracias a él, quien también fue víctima de aquella infame internacional de la muerte que costó la vida a unos 100 mil dirigentes sindicales, políticos, universitarios e intelectuales latinoamericanos.
Tuve el honor de conocer a este paladín de la justicia cuando junto al doctor Joel Filártiga, tomó en sus manos el caso de la contaminación perpetrada con basura tóxica en una ignota localidad suburbana de las campiñas paraguayas por la poderosa transnacional Monsanto, un engendro capitalista con botas de siete suelas.
Quienes nos unimos asqueados por el abuso de esa empresa a una comisión coordinada por Almada en busca de justicia para los indefensos pobladores de aquel olvidado paraje, Rincón-í (en lengua guaraní «pequeño rincón»), vimos asombrados cómo merced a la intervención de este insigne luchador por los derechos humanos se materializaba lo que parecía imposible.
La todopoderosa multinacional se vio pronto obligada a responder en un juicio ético que acaparó la atención de los medios paraguayos, en tanto se levantaba una nueva escuela en un lugar más seguro.
Personeros de la empresa se vieron obligados, ante el asedio legal de Almada, a huir del país. Creían que así escapaban al justiciero globalizado, pero la causa ya había llegado a tribunales norteamericanos y atraía la atención de la prensa internacional.
Resulta ocioso citar estas pequeñas anécdotas al hablar de un hombre que recibió galardones como el Premio Nobel Alternativo, el premio Tomás Moro a los Derechos Humanos o la «Orden de Mayo al mérito en el grado de Comendador» de manos del gobierno argentino.
Desgraciadamente, como se sabe, nadie es profeta en su tierra. En Paraguay, es el asedio de los verdugos el que persigue permanente a las víctimas, sobre todo por el gatopardismo, sello constante en toda su interminable transición democrática.
Almada no sólo ha sido querellado por el informante del comisario Alberto Cantero que hoy está al frente del proceso democrático paraguayo, el delator Juan Manuel Morales, sino por el mismo encargado de prensa del tiranosaurio Stroessner.
Mientras escribo estas líneas al correr de la indignación, el héroe que proveyó de documentos a tantas víctimas del terrorismo de Estado en América Latina y el mundo, el que radiografió con papeles la cruel internacional de la muerte que marcó una época, debe estar preparando sus argumentos para una audiencia de conciliación con el represor Juan José Benítez Rickman.
Se trata del mismo que causó estragos como delegado de gobierno en Boquerón cuando fue nombrado en dicho cargo por el tiranosaurio Stroessner, luego de graduarse en la escuela de represores que en Paraguay se conoce como «Escuela Superior de Guerra», antes de ser nombrado subsecretario de informaciones y cultura de la presidencia de la República por el dictador.
Rickman también es recordado por la anécdota de haberse presentado con una escopeta en mano para defender a Stroessner cuando ya lo cercaban los tanques de su consuegro con la finalidad de proveerle pasaportes al dorado exilio, el 2 de febrero de 1989. No hace falta aclarar que en esos momentos poco le servía al dictador un jefe de prensa armado con escopeta.
La querella que hoy sufre Almada se originó a raíz de que en septiembre de 2007, en una conferencia organizada por el Centro de Estudiantes de Filosofía de la Universidad Católica, relató que el 6 de abril de 1976 el escribano Juan José Benítez Rickman intervino «manu militari» la Biblioteca del Seminario Católico Mayor del Paraguay.
Esto, con el asesor jurídico de Pastor Coronel, el doctor Ángel Mario Ali y el torturador especializado en la Argentina, Victorino Oviedo, ante la presencia del rector del Seminario, Jorge Adolfo Carlos Vivieres.
Luego de un «exhaustivo análisis» literario de las obras de la biblioteca, secuestró todos los libros de supuesta «orientación marxista». En su ponencia el luchador por los derechos humanos se refirió al caso y propuso la necesidad de recuperar los libros «subversivos» confiscados por el escribano Benítez Rickman.
La iniciativa tal vez no prosperó en un ambiente reconocidamente abúlico como el paraguayo, pero sí la demanda de Rickman, que herido en su fina susceptibilidad de represor, reclamó a la justicia que Almada le pague la suma de 100 mil dólares.
Aunque pueda ser sorprendente, estos casos son frecuentes en un país donde se presentan como los principales referentes de la lucha contra la dictadura, los principales propagandistas y panegiristas de Stroessner.
Y así parece seguirá discurriendo la vida en este bucólico paraje tercermundista, cuyas autoridades reconocieron el talento literario de Augusto Roa Bastos desterrándolo por más de cuatro décadas y sólo le permitieron volver para morir en un bochornoso episodio de negligencia, cuando cayó del balcón de su apartamento, donde le habían encerrado con llave y bajo altas dosis de sedante su asistente y su médico personal. Pero esa es otra historia. arb/law