Cuesta creer que hace 77 años esta urbe rodeada de mar y montañas quedó reducida a cenizas, pulverizada por la Little Boy de uranio que, con una potencia explosiva de 16 kilotones, Estados Unidos lanzó sin reparos sobre el territorio nipón al final de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy día, la ciudad está llena de símbolos que aluden a la capacidad de sus pobladores de sobrevivir y prosperar, como el Castillo de la Carpa, el cual, a su vez, atesora con nostalgia el pasado previo al bombardeo nuclear.
Conocido también como Castillo de Hiroshima, el edificio medieval devino ícono histórico y de la cultura, cuya reconstrucción en 1958 le devolvió la prestancia de la estructura primaria erigida a finales del siglo XVI. En 1945, los travesaños inferiores y los muros de carga de la otrora residencia de los daimios (señores feudales) de esa región sucumbieron ante la onda expansiva de la bomba atómica, provocando el colapso del majestuoso inmueble que, en ese entonces, figuraba como base del Ejército Imperial y ostentaba la condición de Tesoro Nacional.
La primera impresión para el visitante es de deleite absoluto. El puente de madera, la entrada al ninomaru (recinto secundario) y las pequeñas yaguras (torreones) apostadas en las esquinas de la muralla, todo sobre un foso de aguas quietas repleto de carpas y tortugas, componen la típica estampa tradicional que deseas encontrar en Japón.
El plato fuerte, la torre principal, se yergue a casi 40 metros de altura entre los cimientos y sus cinco pisos. En el interior, un espectacular museo ofrece un recorrido por la historia de los clanes de Hiroshima y sus guerreros samuráis.
La colección de armaduras, wakizashis (espadas cortas) y katanas (espadas largas) te adentra inconscientemente en una película de Akira Kurosawa.
Al final de las empinadas escaleras aguarda un balcón mirador que regala vistas panorámicas de la urbe y los alrededores del castillo. Resulta increíble cómo seducen hasta las tejas del techo o los detalles arquitectónicos del alero.
Desde allá arriba, sientes la energía revitalizadora y la seguridad que, protegida por el río Otagawa, trasmite esta fortaleza.
(Tomado de Cuarta Pared, suplemento cultural de Orbe)