Aminta Buenaño Rugel*, colaboradora de Prensa Latina
En estados intensos de miedo aumenta el ritmo cardiaco, el pulso se acelera, se dilatan las pupilas, hiperventilamos, y el cortisol y la adrenalina inundan como un río de fuego el cuerpo impidiendo el razonamiento lógico. la máquina poderosa que es nuestro organismo actúa en modo automático de defensa: la huida o la lucha, porque se activa nuestro cerebro más primitivo el reptiliano, anulando el trabajo de los lóbulos prefrontales que nos permiten razonar.
Cuando somos presa del pánico somos una máquina de emociones y perdemos el control de nuestro raciocinio y de nuestro cuerpo; sin embargo, el miedo es una de las emociones primarias más importante diseñada por la naturaleza para ayudarnos a sobrevivir; pero cuando sale de sus límites, cuando se vive de forma crónica, puede conducirnos a la muerte.
Una sociedad movida por el miedo es una sociedad debilitada, frágil, incapaz de razonar.
En Ecuador bebemos, mejor dicho: tragamos todos los días grandes dosis de miedo.
Los medios de comunicación y las redes sociales nos proporcionan diariamente y en alta dosis imágenes de violencia, crímenes y sicariatos con fondo musical de suspenso o en primerísima primera plana. Es como si tomáramos una cucharada de arsénico todos los días y hasta agradecemos por ello. Es como si no existieran nunca noticias buenas. Solo malas. País de los hombres malos, país del crimen y la extorsión. “Es la realidad”–me contestan– y la gente quiere escucharla”. Una realidad que siempre es mala y vergonzosa. Una realidad que no hace pública y desconoce los actos buenos y bondadosos de la silente mayoría.
Esa realidad que nos muestran nos infunde miedo
El miedo es la llave, es el control, con el miedo manipulan tus emociones, te someten y por el miedo eres capaz de soportarlo todo, de aceptarlo todo, incluyendo aquello que va contra tus propios intereses. Los gobiernos, los medios de comunicación, la sociedad, los empresarios, la banca, la industrias farmacéutica, armamentística y de la seguridad, todos sacan provecho del miedo.
Con el miedo te meten consultas innecesarias, te suben el IVA, te quitan beneficios colectivos, atentan contra los derechos de los trabajadores, adormecen las explosiones sociales, todo en nombre de la lucha contra la violencia para erradicar el crimen. Pero este es un negocio sumamente rentable. Por esto muchos ecuatorianos desesperados, acorralados por el miedo, sintiéndose víctimas de un estado cada vez más inexistente, que no protege la vida de sus ciudadanos, que los deja en la indefensión absoluta ante la delincuencia, proclaman y hasta exigen la ley del Talión, del ojo por ojo y diente por diente, surgida del primitivo texto legal escrito por la humanidad, el código de Hammurabi de Babilonia (1750 a.C.), y cierran filas en contra de los organismos de derechos humanos que reconocen los derechos inalienables de todos, incluyendo los de quienes han delinquido.
Desde que se radicalizó la violencia en Ecuador, la gente no sale por las noches, se enjaula en sus casas como aves aterradas, los barrios se cierran y los emprendimientos nocturnos disminuyen ostensiblemente. Porque el miedo crea más miedo hasta tornarse un círculo vicioso imparable. Levantarse, ir al trabajo, puede ser muy peligroso. Subirse a un bus. Caminar a pleno día con la cartera al brazo o el celular en la mano es un llamado a los ladrones. No hay emprendimiento ni chico ni grande. La violencia nos tiene acorralados. Una señora amiga mía, muy pobre, que tenía un pequeño negocio de tortillas y piqueos manabita en el mercado central del Guasmo, fue asaltada por unos jóvenes que le exigieron una vacuna (chantaje) más allá de sus posibilidades. Tuvo que abandonar su emprendimiento, ahora es doméstica.
La inseguridad genera miedo. Terror. No hay emprendimiento porque los extorsionadores y vacunadores obligan a cerrar todo negocio, so pena de caer en sus manos.
Nadie quiere emprender. Los inversores externos tan valorados por los presidentes neoliberales se niegan a venir y con toda razón. Los jóvenes ecuatorianos emigran buscando un nuevo destino a otros países. En los gobiernos de Moreno y Lasso el país quedó en manos de la delincuencia organizada a vista y paciencia de autoridades que no hicieron nada porque dentro del gobierno y en las mismas filas de la policía habían sido infiltrados.
Vivir en un país violento
Nunca pensé vivir en un país violento. Un país acechado por la crisis, las bandas delincuenciales, el crimen organizado y la mafia internacional. Cada vez que leía sobre los carteles de México, sobre la violencia en la vecina Colombia se me despelucaba el cuerpo y sentía una atracción mórbida por lo desconocido, por investigar los tamaños de la maldad que podía alcanzar un país infectado por el narcotráfico y la violencia. Por contemplar paisajes de terror como si estuviera viendo filmes en donde el miedo era el principal protagonista. Una rara sensación de rechazo y atracción. Es lo que provocan las películas de terror. Es lo que me hizo ver la serie El patrón del mal y leer biografías de los violentos mafiosos que mantienen en vilo a un país, con la complicidad de los poderes públicos, de policías y autoridades faltos de honestidad y ávidos por el dinero fácil, manchado en sangre y dolor. Escarbar en sus mentes insanas para tratar de comprender lo incomprensible.
Ecuador hasta hace pocos años, un poco más de un lustro, era considerado una isla de paz, entre dos grandes productores de droga, Colombia y Perú. De Ecuador se hablaba para bien, era visto como un ejemplo de desarrollo.
A Ecuador llegaban grandes profesores de otros países para enseñar en nuestras universidades. Este país chiquito como un puño de pronto se convirtió por arte de birlibirloque en la puerta, cocina y el pasillo de la droga. Una moneda fuerte como el dólar y la debilidad de las instituciones estatales atacadas por gobiernos neoliberales que proclamaban a grandes voces que había que “achicar el estado obeso” significó que se rebajara a la mitad el presupuesto asignado a las cárceles, que se echaran a cientos de guías penitenciarios que controlaban a los presos, que la policía, sin chalecos antibalas, mendigara recursos y viviera casi de la caridad pública; que se eliminaran ministerios tan importantes como el de Justicia encargado del sistema de rehabilitación social, el ministerio del interior y los servicios de inteligencia; que los hospitales carecieran de medicinas y presupuesto y que se abandonara a las escuelas y toda obra civil que contribuyera al bienestar social. Los gobiernos neoliberales de Moreno y Lasso no hicieron ninguna obra pública, como dicen en las calles: “no pusieron ni un poste”; y sin embargo, ahogaron con impuestos, alza de combustibles y empréstitos internacionales al ciudadano común, ya golpeados por la pobreza y el desempleo en el post covid. Creció sustancialmente la pobreza. Sonaron escándalos públicos como Ina Papers, la corrupción en los hospitales públicos en la pandemia, la denuncia de la Embajada de Estados Unidos de que en la policía ecuatoriana había narco generales, el caso Pandora Papers, León de Troya, caso Danubio y un largo etcétera, que la prensa y una fiscalía politizada, acalló.
Estos presidentes pasaron como pasan las cosas, sin sentido ni significado, dejando un país debilitado sumido en la pobreza y entregado al crimen internacional. Ninguna obra de trascendencia los trascendió.
Nostalgias de un país
Los ecuatorianos tenemos nostalgias de un país que nos han robado. Solo se tiene nostalgia, cuando se ha perdido algo muy valioso. El país maravilloso de los cuatro mundos. Un país donde convivían en paz gente amable, buena y hospitalaria. Un país lleno de pájaros y animales; poseedor de más de 640 kilómetros de playas doradas, llenas de hermosas olas y temperatura cálida, a donde acuden cada verano las ballenas azules de los mares del sur para hacer el amor y aparearse; de una Amazonía con la más grande diversidad de las especies; de maravillas como las islas Galápagos en las que Darwin se inspiró para escribir la teoría que cambiaría el mundo: El origen de las especies. Pero ahora solo se habla del Ecuador como corazón del crimen y el asesinato.
Sin embargo, duele recordarlo, hasta hace pocos años nuestro país no se desangraba como hoy lo está haciendo. No se sumergía en los ríos de sangre que hoy nos ahogan. Hasta hace muy poco podía caminar por mi barrio y subir y bajar las colinas en un ejercicio que me reanimaba espiritualmente y compartir un buenos días o un buenas tardes con otros que, igual que yo, salían a beber las brisas del atardecer y a contemplar la danza verde de los árboles en los parques y ver niños correteando con sus perros. Esos sencillos actos cotidianos podían realizarse sin más temor que lo que ocasiona la prudencia y el buen juicio. Hoy vivimos enrejados como pájaros en una jaula. De la pandemia del covid pasamos a otra pandemia aún mayor que parece no acabar nunca, la de la inseguridad y el miedo. Trastornados por altas dosis de una ansiedad que es imparable, como lo es la migración para los más audaces y pobres que en su desesperación se atreven a cruzar el peligroso infierno verde del Darién.
Con una policía infiltrada hasta el tuétano, con jueces y poderes públicos puestos a la disposición del crimen organizado, con funcionarios honestos de la justicia asesinados por la mafia, estamos despojados de uno de nuestros más elementales derechos ciudadanos a una vida en paz, sin miedo, libre de violencia y de maltrato, rodeados de un hábitat seguro y saludable. Ramón Llull escribió que la felicidad es la ausencia de miedo.
A los ecuatorianos se nos está negando el derecho a ser felices
Porque, para qué sirven los parques y las calles, si no se los puede disfrutar? Qué representa una ciudad en la que los ciudadanos no se sienten seguros y libres. Que temen a cada instante por su vida. ¿Cuánto vale una vida, si un sicario en un segundo te la quita? ¿Para qué sirve la justicia si no es justa? ¿Para qué sirven las leyes si no se las aplica o cuando se las aplica todo lo resuelve el poderoso caballero don Dinero? ¿Para qué tenemos jueces si la moneda diaria es la corrupción que ya a nadie sorprende? Es que somos tan malos o tan ignorantes o tan ingenuos que nos han paralizado y no podemos protestar. ¿Es que el miedo se ha apoderado de nosotros hasta convertirnos en meros espectadores de nuestras propias desgracias?
Sin embargo no siempre fue así. Y si hace pocos años fuimos el segundo de los países más seguros de Latinoamérica, ahora nos peleamos por los primeros puestos en la lista mundial de los más violentos.
Síndrome de la indefensión aprendida
Quizás con el miedo opere también el síndrome de la indefensión aprendida. La idea de que hagas lo que hagas todo saldrá mal. La indefensión aprendida lleva a conductas pasivas de abandono e inacción caracterizadas por ideas de impotencia y desesperanza frente a un conflicto que subjetivamente se cree no poder superar. Hemos sido tan abandonados y maltratados por el estado que nos sentimos vulnerables y sin protección alguna. Desanimados, indefensos.
Estas ideas no del todo injustificadas pueden venir de actos repudiables de nuestros gobernantes. Porque este es un país en donde se castiga y se persigue a los honestos, a los que cumplen las leyes, a los que pagan puntualmente los impuestos. Y se alienta y se refuerza la conducta tramposa de algunos grandes acreedores que no pagan sus tributos, a los que se premia condonándoles sus deudas. Mi madre decía: “El vivo vive del bobo y el bobo de su trabajo”.
Este es el país de los hombres callados, de las víctimas que votan por sus victimarios, de los ignorantes que ignoran que una mentira repetida mil veces y magnificada por micrófonos, nunca puede convertirse en verdad. Que tienen pereza por pensar y por actuar con voz propia y sólo repiten lo que escuchan en la tele. Quizás, como dicen algunos, nos merecemos nuestras desgracias. Quizás hemos contemplado impávidos cómo torcían la verdad, nos arruinaban la vida, el derecho a respirar y a amar en libertad y consciencia y no hicimos nada.
País de grandes desigualdades
Quizás lo triste es contemplar que es un país no solo de grandes desigualdades, sino de grandes insolidaridades. En donde algunos viven en burbujas doradas a espaldas de la realidad de pobreza y exclusión de la mayoría. Un país en que algunos creen que solo ellos tienen derecho a crecer y a prosperar, que la vida del otro no importa. Que si eres pobre no es por falta de oportunidades; sino porque te da la gana, porque eres vago. Que si eres rico, no importa el cómo ni de qué manera, te lo mereces todo. Un país de grandes incoherencias pues mientras la primera autoridad del país pide elevar con tres puntos los impuestos en una economía dolarizada y paupérrima; el grupo empresarial Noboa al que pertenece el presidente de la república debe al Estado más de 89 millones de dólares. O sea no predica con el ejemplo.
Un país que se llama cristiano pero niega los más elementales derechos a los más pobres.
Un país jodido, quizá, pero no todo está perdido.
El miedo nos obligó a cambiar nuestro estilo de vida. pero ha creado otro tipo de solidaridades, ha hecho que en muchos barrios y comunidades la gente se una para protegerse y defenderse, para ver de qué manera pueden ayudarse y en la interacción se han conocido gentes que antes, conviviendo decenas de años en el mismo barrio no se conocían. Se han fortalecido los vínculos. Es verdad que hay más rejas, pero también es cierto que se ha potenciado cierta cohesión social. Esto lo viví en mi propio vecindario. Han creado proyectos, hacen fondos comunes para comprar rejas, botones de alarma, cámaras, crean chat para dialogar sobre problemas comunitarios y de seguridad. Y aunque la seguridad es un deber del estado para sus ciudadanos, no ha quedado más remedio que apelar a la labor propia y autodefensiva de la comunidad.
Al convivir en una sociedad en riesgo, la comunidad dialoga más sobre la manera de apoyarse y cuidarse. La manada se une con la idea del “juntos seremos más fuertes”. Y las familias elaboran un protocolo de seguridad para cuidarse entre ellos y de esa manera, como en la pandemia, conviven y se conocen más.
Pero aunque los ecuatorianos enfrentamos el miedo intentando normalizarlo, siguiendo aquello de que “Si del cielo te llueven limones, aprende a hacer limonada”, no es bueno ni saludable para los ciudadanos vivir siempre atenazados por el miedo.
Si tomáramos una muestra de sangre a todos los habitantes, el resultado revelaría que la mayoría de los ecuatorianos vivimos con el cortisol elevado, con una gran dosis de ansiedad e incertidumbre. Dosis que en los más pobres los impele a arriesgar su vida para emigrar.
Situación actual
Frente a la arremetida del crimen organizado en Ecuador el presidente Daniel Noboa ha decretado guerra a la delincuencia al declarar la existencia de un Conflicto armado interno en el país y ha identificado a las 22 bandas de narcotraficantes como grupos terroristas, asignando a las Fuerzas armadas la tarea de perseguirlas y neutralizarlas. Se decretó un estado de emergencia de 60 días que se está cumpliendo. Este es un esfuerzo en que todos los grupos políticos y sociales se han unido en el afán de erradicar el mal desde adentro.
Estamos conscientes de que la situación actual obedece a causas multifactoriales que no se puede resolver de la noche a la mañana.
La reducción de la inseguridad en Ecuador no se logrará solo con dar palos a la delincuencia y gozar en redes con la ley del talión al ver como agreden a quienes nos han agredido. La reducción de la inseguridad tiene raíces más hondas y más complejas que se tienen que tratar a corto y largo plazo como: crear oportunidades de empleo, invertir en lo social, reducir las tremendas desigualdades sociales, apostar por la educación y la formación laboral para la mayoría pauperizada, luchar contra la corrupción y fortalecer los sistemas de seguridad y justicia. Todo esto requiere una solución integral que va más allá de las respuestas militares coyunturales y punitivas, que aborde los orígenes estructurales.
Los ecuatorianos nos podemos seguir viviendo acojonados por el miedo, con el corazón en un puño, los pelos en punta y el cortisol elevado. Con el miedo somos débiles, nos manejan. Debemos buscar una respuesta en nuestras autoridades, exigir que cumplan con sus funciones y apoyarlos cuando lo hagan, castigarlos en las urnas si no cumplen y protegernos mientras tanto con organización comunitaria, protocolos de seguridad, cohesión social y solidaridad grupal.
Estamos hartos de tener miedo. Ya no podemos más y solo tenemos un arma para cambiar nuestra situación: el voto consciente y la organización social.
rmh/ab
*Escritora, diplomática y periodista ecuatoriana