En la actualidad, las patatas belgas aspiran a ser distinguidas como patrimonio cultural mundial por parte de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), un título que compartiría con la cerveza y el chocolate.
Tal “trilogía gastronómica” es un orgullo para los habitantes de la nación de calles medievales y resulta, además, un poderoso atractivo turístico.
Aunque las papas (conocidas en varios lugares como patatas o batatas) llegaron al país en el siglo XVI, no fue hasta el siglo XIX que se convirtieron en un plato propio de un almuerzo o cena.
Según cuenta la leyenda, el origen del platillo se remonta al siglo XVII, luego de una helada que impidió la pesca en el río Mosa, en la localidad de Namur, y que llevó a los locales a cortar el tubérculo en forma de pequeños peces.
Pero el criterio de los historiadores difiere y mantienen que su proceder se sitúa en el siglo XVIII, en París, y alegan que no es probable que fueran fritas, pues tanto la grasa como el aceite eran ingredientes de lujo.
Su degustación tiene mucho que ver con la cultura y sabiduría popular, ya que entre las pocas cosas que aúnan a las comunidades flamenca y valona de la región está su amor por ese manjar.
La forma de elaboración utilizando una variedad de patata conocida como Bintjes y el truco de su sabor incomparable se basa en la elección de la grasa o el aceite que se utilizará, además del doble proceso de fritura, que les dota de su característico aspecto dorado y crujiente.
Por lo general, existen una gran cantidad de salsas para acompañarlas, pero la ración más popular llega en forma de un cucurucho coronado con mayonesa.
De acuerdo con sondeos recientes, Bélgica cuenta con más de cinco mil 800 puestos de papas fritas y el 60 por ciento de sus habitantes afirma que las consumen al menos una vez a la semana.
(Tomado de Orbe)