Cada 3 de mayo esta ceremonia cristiana se funde con el culto indígena a la Madre Tierra y al dios Xipe Totec (El Despellejado), y abundan los altares domésticos con frutas, flores y colores ante una rústica cruz de jiote.
Mientras los católicos recuerdan el día que Santa Elena encontró la cruz donde murió Cristo, los pueblos originarios consagran las semillas para que los dioses ancestrales bendigan las cosechas.
Según la leyenda, el mismísimo Lucifer baila su música diabólica en las casas donde olvidaron montar la ofrenda alrededor del peculiar ‘palo multao’ o ‘indio desnudo’, como llaman al jiote.
‘Vete de aquí, Satanás, que parte en mí no tendrás, porque el Día de la Cruz, digo mil veces: áJesús, Jesús, Jesús!’, reza la plegaria de rigor para alejar al Maligno, antes de comer alguna fruta del improvisado altar.
Muchos mercados venden la parafernalia necesaria para esta fiesta, pero San Miguelito es quizás el más socorrido, y desde días atrás vende la Santa Cruz de jiote, los adornos de papel de china y las frutas de temporada.
La cruz de marras es enterrada en los patios o canteros, adornada con gallardetes, cortinas y flecos de papel que recrean los colores de la naturaleza y sus frutos.
En algunos lugares, la cruz es colocada sobre una alfombra de aserrín con temática cristiana o social, una tradición de viernes santos que muchos repiten este día por la similitud de conceptos.
De hecho, una peculiaridad del jiote es que siempre retoña después de ser cortado, así que su uso es doblemente simbólico: representa el mestizaje de la tradición y el fascinante ciclo de la vida.
mgt/cmv