Lo hice sin pensar lo que podía encontrar en ese país árabe sobre el que ya se cernía, en la siniestra oscuridad de la confabulación, toda una ofensiva desde el exterior, articulada, financiada y apoyada por Arabia Saudita, Qatar y Turquía, sus vecinos regionales, con la troika occidental de Francia, Reino Unido y Estados Unidos.
Tan pronto llegué a Damasco, sin reponerme de mi larga travesía, me informaron de un viaje a Dara´a, donde todo había comenzado. Debía estar al día siguiente antes de la 07:00 horas en un hotel del centro capitalino para partir hacia esa ciudad.
Me sumaría a un grupo de periodistas rusos y australianos, que aprovechaban el viaje de una delegación de legisladores de la Duma de Rusia para entrevistarse con el gobernador de esa sureña provincia en su capital homónima, ya golpeadas ambas por la violencia armada y vandálica.
En el pequeño ómnibus viajamos la presidenta en ese momento del Comité de Relaciones Exteriores de la Duma con varios de sus miembros, además del equipo de la televisión australiana, periodistas rusos, sirios que eran corresponsales de medios extranjeros y yo, el recién llegado.
Los legisladores rusos estaban en misión informativa para conocer los acontecimientos de primera mano y reportar después al pleno legislativo. Nos escoltaron agentes de la seguridad siria; unos iban delante, en un auto a un kilómetro aproximadamente, y otros en un minivan detrás, lo más cerca posible que podían.
No faltaron las anécdotas de sucesos peligrosos experimentados en viajes anteriores; por un momento pensé que evaluaban mi reacción, después percibí que eran sinceros. En una de ellas relataron que a un pequeño productor de aceitunas y aceite de oliva de esa provincia netamente agrícola, como rechazó apoyar a una banda armada, le cortaron todos sus olivos.
Como el hombre persistía en su posición, le mataron a un hijo y le quemaron la casa, y tuvo que refugiarse en otro sitio. Cualquiera podía dudar sobre la real dimensión de los relatos, pero al llegar a Dara’a y contemplar la destrucción, y en particular la saña criminal con la cual fue ejecutada, éstas sustentaban y corroboraban la veracidad de ese y otros muchos hechos.
En el primer lugar en que paramos fue la milenaria mezquita de Al-Omari, la cual pudimos recorrer libremente y conversar con algunos de los practicantes que en ella se encontraban.
Los anfitriones querían mostrar ese histórico templo musulmán, porque en la guerra mediática que ya se había desatado contra Siria el diario británico The Independent, entre otros, publicó que había sido invadido y prácticamente destruido por el Ejército, lo cual constituiría un ultraje a la religión islámica, y con eso intentaban azuzar un conflicto sectario interreligioso en un país donde conviven varios credos y doctrinas islámicas.
Pero la mezquita Al-Omari, una vez fortaleza romana convertida posteriormente en sitio sagrado del islamismo, estaba en perfectas condiciones; no tenía señal alguna de profanación ni daño. Su intacta estructura era un rotundo mentís.
Inmediatamente decidí hacer un fotorreportaje, que sería mi primer trabajo en Siria para combatir la falacia mediática que ya envolvía la verdad en ese país levantino. Lo nombre “La milenaria mezquita de Al-Omari, en Dara’a, sur de Siria”, y lo acompañaron una docena de fotos.
La próxima parada fue en la arruinada sede provincial de la televisión y radio sirias, atacada por una turba violenta que la destruyó e incendió. Era evidente el objetivo dirigido a privar a ese pueblo de la posibilidad de divulgar su verdad y realidad.
De la devastada radiodifusora nos llevaron a lo que fue el Palacio de Justicia, igualmente atacado e incendiado, semanas antes. Ya desde ese entonces mercenarios se introducían en Dara’a desde Jordania. Elementos takfiris, miembros de organizaciones extremistas islamistas, cruzaban la porosa frontera utilizando antiguas vías del habitual y milenario contrabando de mercaderías.
La ciudad de Dara’a está a unos 50 kilómetros de la línea divisoria con Jordania. Lo mismo hicieron posteriormente otros grupos armados desde el Líbano y Turquía hacia las provincias de Homs, Hama y Aleppo.
Luego de apreciar la destrucción y pasar por la antigua plaza y el mercado central, donde eran visibles rostros mustios y el desasosiego que genera en la gente todo conflicto, nos recibió el gobernador de la provincia, Muhammad Khalid al-Hannous.
No sería la última vez que lo vería, pues regresé en dos ocasiones posteriores a Dara’a, cuando la situación allí era aún peor, no tanto en la ciudad como en localidades de la pequeña provincia.
Hubo otra escala ya de regreso a la capital, en el Hospital Militar Tishrin (Octubre), donde pudimos conversar con oficiales y jóvenes soldados heridos. Sus declaraciones apuntalarían notas que posteriormente redactaría. Fue un intenso y agotador viaje, lleno de estrés, pero me sentí animado por haber completado la primera cobertura.
Hama, la pérdida de un nuevo amigo
Este fue un viaje por carretera más largo: 220 kilómetros separan a Hama, al norte, de Damasco. En esa ocasión, todos éramos periodistas, repartidos en dos pequeños ómnibus. Al igual que en el trayecto a Dara’a nos escoltaron agentes de seguridad. La economía de esa provincia combina la agricultura, la industria y el comercio. Su capital es mucho más próspera que Dara’a, pero no menos agredida.
Fuimos directamente primero al Club de Oficiales, un centro del Ejército Árabe Sirio que fue atacado a las 05:00 horas cuando estaba desprotegido y vacío, y ardió en llamas, al igual que el Palacio de Justicia, un moderno edificio cuyas tres primeras plantas quedaron carbonizadas.
Aun así, los empleados judiciales se esforzaban por brindar servicio como mejor podían a la población. En el día de la visita se entregaban certificados de amnistía a armados sirios arrepentidos.
La tercera parada fue en la Comandancia de las Fuerzas de Seguridad, donde nos mostraron un alijo de armas y explosivos, entre ellos granadas de fabricación israelí, capturadas a los grupos armados diezmados en recientes operaciones. Allí conocí al gobernador de Hama, Dr. Anas A. Naem, persona gentil, quien me prestó atención especial tras enterarse de que era corresponsal cubano.
“Conozco bien la historia de tu país”, me dijo en perfecto inglés, y no solo accedió a conseguir una entrevista exclusiva para Prensa Latina con el General de las fuerzas provinciales, sino que fue el traductor de la misma.
Posteriormente, visitamos un barrio de la periferia donde una comisaría fue asaltada por sorpresa una madrugada. Sus 17 ocupantes resultaron muertos y sus cadáveres fueron ultrajados y tirados desde lo alto de un puente a un río. Allí también estuvimos. El edificio de la estación policial mostraba los efectos de las explosiones.
Después recorrimos el centro de la ciudad. El gobernador Naem nos esperaba para la rueda de prensa. Ya en ese momento se comenzaba a aplicar la nueva ley de partidos que permitía la creación de organizaciones opositoras, y hasta uno de los líderes de una de las agrupaciones locales que esperaba inscripción se presentó en el Palacio de Gobierno. Nadie se lo impidió. Sin embargo, la gran prensa ocultaba -y sigue ocultando- esos hechos.
A los agentes de seguridad que nos escoltaron les preocupaba sobremanera que cayera la noche y teníamos que regresar cuanto antes a Damasco.
En otras dos visitas tuve la ocasión de intercambiar nuevamente con el afable y gentil gobernador. Casi un año después, luego de haber terminado mi misión periodística en Siria, me enteré de que el Dr. Naem había sido asesinado. Su auto fue blanco de un atentado con coche-bomba en el barrio de Jarahmeh en Hama.
Con el tiempo, esos viajes fuera de la capital, en la medida en que se iba intensificando el conflicto, se harían más riesgosos y peligrosos. Ya eran conocidos los pequeños ómnibus blancos en los que se trasladaban los periodistas y corresponsales extranjeros que cada vez éramos menos, especialmente quienes estábamos de forma permanente.
Los armados, por órdenes precisas desde el extranjero, habían convertido en sus objetivos terroristas a los profesionales del país, entre estos a las mujeres y hombres de la prensa. En uno de esos viajes a Homs -arreglados a última hora-, uno de los dos ómnibus que transportaban a la prensa fue blanco de un ataque.
Tres obuses estallaron en su alrededor, mataron a un periodista francés, a una monja libanesa que servía de guía y traductora y a tres lugareños con quienes conversaban. Dos reporteros belgas resultaron heridos. En esa ocasión no viajé, pues no mucho antes había hecho uno similar.
Escenas imborrables
En los meses subsiguientes el estado del país fue empeorando con el aumento de las acciones armadas y terroristas en las que ya participaba abiertamente un creciente número de mercenarios procedentes de disímiles naciones, hasta chechenos, que se infiltraban desde Jordania, Iraq, Líbano y Turquía, la mayoría desde los dos últimos.
Las acciones armadas en ese entonces se centraron en la provincia de Homs, que atraviesa el país de oeste a este y, en su dominar todo ese territorio y cortar el país en dos, separando toda la zona norte, rica en minerales e hidrocarburos, y de mayoría sunita, del sur, donde se encuentra Damasco, Hama, Sweida, Dara’a y otros conos urbanos, entre estos las ciudades portuarias de Lattakia y Tartous, en las cuales la religiosidad es más diversa.
Los dos estremecedores atentados suicidas con coches-bomba del viernes 23 de diciembre en Damasco, los primeros de su tipo en la historia de esa milenaria ciudad, le dieron un giro a los acontecimientos y cambiaron la vida y el modo de pensar de los damascenos, quienes hasta ese momento no habían sufrido los sangrientos golpes terroristas que ya acontecían en otras localidades del país.
Quedó evidenciado que Estados Unidos y quienes secundan la guerra mercenaria contra Siria dieron rienda suelta para que penetrara en el país el movimiento Al Qaeda y las agrupaciones de islamistas extremistas que lo sustentan. Cubrir aquellos dos hechos, también para mí los primeros de tal magnitud, resultó una dura experiencia.
En lo profesional ya estaba más acostumbrado a sucesos fuertes, pero en lo personal fue impactante ver cuán frágil es la vida humana y cuán fácil es destruirla. La vieja y pesada Nikon tomó conmovedoras imágenes. Lejos de amedrentarlos, miles de damascenos, principalmente jóvenes, comenzaron esa misma tarde, y hasta la noche, a recorrer la ciudad en caravanas de autos en apoyo a su Gobierno y al presidente Bashar al-Assad, y a condenar lo que se conoció como la Navidad Sangrienta.
Al día siguiente, el funeral de los muertos en la legendaria mezquita Omeya fue apoteósico. No cabía un alma en la plazoleta frente a ese espacioso templo que se encuentra entre las ruinas de la gran fortaleza romana de Damasco. El pueblo allí concentrado desbordaba patriotismo.
Unos agentes de seguridad que ya se habían acostumbrado a mi presencia en los actos públicos me ayudaron a encaramarme al balcón de una vetusta edificación para que pudiera tomar una foto panorámica de la multitud enardecida, pero igualmente adolorida.
Los ataques suicidas de ese tipo continuaron en los meses siguientes en la capital y en diversas localidades del interior, al igual que prosiguieron los viajes fuera de Damasco para otras coberturas, todas relacionadas con la destrucción, el sufrimiento y la muerte que ya le habían impuesto al pueblo sirio.
Describir cada una haría prácticamente interminable este resumen de memorias. Fue intensa la vida y el trabajo durante mi estancia allí, pero también enriquecedora en lo profesional y en lo humano.
Éramos pocos los corresponsales extranjeros que estábamos permanentemente en Siria y cubríamos de forma objetiva los acontecimientos, sobre todo de medios rusos, chinos, iraníes y libaneses, Telesur, la Red Voltaire y Prensa Latina.
Llegaban a menudo periodistas de varios medios y de diversos países pero por escaso tiempo, a reportar algo en específico y muchas veces a falsear la realidad.
Mientras, desde allí Prensa Latina sigue reportando.
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