A los 46 años, Chusovitina participó en sus octavos Juegos, en una historia rara en extremo tratándose de un deporte catalogado de juvenil, que exige huesos flexibles y voluntad de acero.
El momento del adiós resultó único en una instalación –Centro de Gimnasia de Ariake- que estuvo en silencio durante toda la jornada, incluso ante la presencia de la extraordinaria estadounidense Simone Biles.
Biles bailó, saltó, dio vueltas… y aunque los presentes observaban estupefactos, la sala siguió en calma, una tranquilidad absoluta que contrastó con el bullicio de periodistas, voluntarios y jueces después del último salto en el potro de la uzbeka.
La puntuación reflejada en la pantalla (14,166) dejó claro que el guion concluía, que no existiría otra oportunidad para exhibirse en Tokio, por lo que desde las gradas bajaron los aplausos entre las lágrimas de la campeona en el concurso por equipos de Barcelona 1992.
‘He llorado de alegría’, dijo en una zona mixta abarrotada a la espera de sus palabras, y las preguntas recorrieron una carrera que empezó como miembro del equipo unificado de las exrepúblicas soviéticas.
Visiblemente emocionada, Chusovitina habló del apoyo de sus familiares, entre ellos su hijo Alisher, de 21 años, una edad superior a la de la mayoría de las gimnastas presentes en Tokio 2020.
Solo imagine que cuando debutó en la lid olímpica de la ciudad condal, faltaba un lustro para el nacimiento de Biles, tal vez la figura más mediática y seguida en estos Juegos de la capital nipona.
Así, con el número ocho en el maillot, su recorrido olímpico concluyó, después de, además, representar a Alemania en Beijing 2008 y Londres 2012, aunque volvió a competir por su país en Río de Janeiro 2016 y ahora en Tokio.
Antes de abandonar el espacio, Chusovitina explicó que la nueva meta es abrir una academia de gimnasia en la ciudad de Taskent para darle mayor vida a un deporte que ‘considero mi vida’.
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