Karelin llegó a Sídney 2000 con el favoritismo de tres coronas al hilo y más de una década imbatible en cualquier competencia, pero no pudo completar la cuarteta de medallas doradas en citas bajo los cinco aros.
Al ruso lo calificaron de el hombre más malo del mundo, mas el luchador era un apasionado de la literatura, la poesía, la ópera y el ballet clásico.
Pero era el más malo porque cuando salía al colchón, con la faz cargada de fiereza, se convertía en un valladar imbatible para cuanto rival lo desafiaba, no dejaba nada para nadie, todo el oro se lo llevaba él.
Nacido el 19 de septiembre de 1967 en la ciudad siberiana de Novosibirsk, fue el gladiador de estilo clásico más dominante de su tiempo.
Tanto fue así que en 13 años, de 1987 a 2000, nadie pudo derrotarlo, y durante toda una década, a partir de 1989, nunca le marcaron un punto en sus combates.
En ese tiempo fue 12 veces campeón mundial, idéntico número de lauros máximos acumuló en los torneos continentales europeos y se llevó las coronas olímpicas sucesivamente en Seúl’88, Barcelona’92 y Atlanta’96.
Karelin también fue apodado el oso siberiano, ya no tanto por su gruesa figura –pero inusitadamente alta- que lo hacía competir en la división superpesada, entonces los 130 kilogramos, como por su descomunal fuerza.
Él mismo aseguraba que su preparación era diaria -e incluso se burlaba de quienes ‘no entrenan ni un solo día de su vida’- en los bosques de aquella helada región natal.
Su acondicionamiento físico consistía en cortar mucha leña y en cierta ocasión se oyó decir que podía correr decenas de metros –claro, a paso lento- llevando a cuestas…una refrigeradora.
Lo cierto es que era una mole imponente pero, aún así, fue el único en dominar una técnica hasta entonces reservada para los pesos más ligeros: la elevación de sus oponentes por la cintura y proyección sobre sus propios hombros, un estilo bautizado con su nombre.
La capacidad de Karelin para materializar exitosamente ese movimiento ante rivales tanto o más pesados, el cual le proporcionaba de dos a cinco puntos según la altura alcanzada, era motivo de asombro entre expertos y espectadores.
El perfeccionamiento de esa elevación reversa, indudablemente, lo hizo imbatible.
Pero a él también le llegó su hora y, como reza el dicho popular, encontró ‘la horma de su zapato’. Ocurrió en la lejana Australia, en septiembre de 2000, cuando en los Juegos de Sídney se disponía a ganar su cuarto cetro olímpico, algo dado por descontado.
En el pleito final por la medalla de oro Karelin enfrentó al estadounidense Rulon Gardner, un gladiador sin amplia hoja de servicios, a quien no dejó marcar pero tampoco le pudo encajar punto alguno en el tiempo reglamentario.
Así, abrazados, fueron al adicional, en el cual Gardner, cuatro años más joven, le marcó y de tal manera tocó a las puertas de la gloria.
Milagro en la estera (el colchón de competencia) fue uno de los cintillos de prensa leído de manera privilegiada en aquella competición.
No podía calificarse como menos la derrota del hasta entonces invencible ‘monstruo’ de la lucha en el orbe, el oso siberiano, el hombre más malo del mundo.
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