En la Súper Arena de Saitama se escuchó un silbatazo y el gigantón, de 2.06 metros de altura, abandonó la cancha sin advertir lo que sucedería en los siguientes 60 segundos: compañeros, rivales, entrenadores, árbitros y periodistas ovacionaron su figura durante ese tiempo.
Ante el desconocimiento, los voluntarios de Tokio 2020 fueron los últimos en unirse al homenaje, mientras entre lágrimas el protagonista miraba estupefacto en un viaje de 360 grados -sobre su propio eje- en una instalación que alcanzó temperaturas irremediablemente altas.
A sus 41 años, Scola se despidió de la duela en la apabullante derrota por 59-97 versus el combinado oceánico, por los cuartos de final del concurso, pero ni siquiera ese sorbo amargo logró liquidar la exquisitez de esos instantes anclados ya en el libro de relatos en materia de olimpismo.
Dijo adiós, pero sintió el trato cortés para una carrera de un par de décadas que lo llevó a equipos como Houston Rockets, Brooklyn Nets, Indiana Pacers y Toronto Raptors, de la Asociación Estadounidense de Baloncesto.
Llegó la hora del retiro para el nacido en Buenos Aires, artífice fundamental en las preseas de oro en Atenas 2004 y bronce en Beijing 2008, además de dos subtítulos mundiales, como integrante de la mejor generación de su país.
Atrás dejó cifras dignas de todo tipo de elogios: máximo anotador en la historia argentina, con dos mil 857 puntos en un total de 173 encuentros oficiales, así como el cuarto lugar olímpico, gracias a 591 tantos, muchos de ellos en plan salvador, como los legendarios de Emanuel Ginóbili en la capital griega.
Luis Scola bailó su último tango en Tokio 2020 y le decimos adiós, incluso cuando lo queremos todavía, aunque su más hermoso sueño muere para siempre, parafraseando al poeta José Ángel Buesa, porque toda la vida seguiremos pensando en él y su juego.
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