Si el domingo fue la jornada de mayor concentración en calles y plazas, con un desfile de cadáveres y catrinas que concentró en el paseo de la Reforma y el Zócalo a más de un millón de personas, este martes tocó el turno a los campos santos, donde las familias comparten todo lo que en vida gustaba a sus desaparecidos.
Es una mezcla de alegría y dolor, satisfacción y desdichas, como polos que se atraen y rechazan a la vez, que solamente los mexicanos pueden explicar y de lo cual no hay explicación lógica que indique la profundidad y remotismo de la tradición, ni cómo ha sido posible sobreviva hasta nuestros días con tantas culturas superpuestas.
Es el germen de la vida, y no de la muerte, el que prevalece en este día, pero no en la dimensión en la que los actuales concebimos nuestra breve estancia sobre la tierra, sino en la perdurable, aquella que solo el alma puede transitar, que es la esencia eterna del ser humano, ni siquiera propia de los dioses.
Lo curioso es cómo la familia, muchas veces sentada alrededor de la tumba abierta con el cráneo del ser querido sobre la lápida de mármol presidiendo la reunión, logra transmitir sus sentimientos informándole lo bueno y lo malo transcurrido en el año, pidiendo consejos siempre en ayuda, y haciendo promesas de ser mejores.
Nadie, propios o ajenos, ni critica ni se extraña del diálogo ni de los detalles de la crónica contada por cada familiar de sus andanzas pues quién, aunque sin esa retórica ancestral funeraria, no ha hecho lo mismo en su casa frente al retrato de un difunto, o de manera más furtiva y menos evidente, desde la soledad de su pensamiento y sus recuerdos.
Por supuesto, explican algunos, en ambos casos, frente a la tumba o ante la foto o el recuerdo, es un acto de constrición en su sentido más allá de lo religioso, sino del ámbito feérico que a veces se confunde con lo divino cuando la fe es un sentimiento terrenal e incluso tangible, aun siendo espiritual.
Así, con esa aparente dicotomía, los mexicanos perciben este día que, al margen de la comercialización que lo empaña, es sin duda el más solemne y humano, y el que expresa, con el dramatismo que la fiesta oculta con sus colores, olores y disfraces, el amor por la vida que se extiende infinitamente mucho más allá de la muerte.
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