La teoría que la sustenta es impecable: no es necesario esperar el fin de un mandato de seis años para juzgar a un presidente que no lo ha hecho bien ni cumple los objetivos por los que fue elegido por el pueblo, ni prolongar su mala administración si se le puede sacar del cargo a mitad de camino.
Su soporte filosófico también es irrebatible: la democracia representativa es débil y con fisuras que permiten el reinado de la corrupción, y se aleja del verdadero contenido del concepto.
Democracia es poder del pueblo, el soberano, único con potestad de poner, pero también de quitar, a sus gobernantes. Es la real democracia participativa.
Desde el punto de vista legal es inobjetable: cuenta con todo el aval institucional para su realización. Los tres poderes concurrentes dieron su aprobación: Legislativo, Judicial, Ejecutivo y, también, con sus reticencias lógicas, los institutos judiciales y electorales concernidos.
Con esos atributos y avales, no hay lugar a dudas de que la revocación de mandato es un ejercicio de democracia participativa mediante el cual la ciudadanía ejecuta su derecho de cambiar a un funcionario por pérdida de confianza en su desempeño.
La aplicación de ese derecho, convertido en obligación por ley, se interpreta como un empoderamiento del ciudadano en su condición de ente activo de la sociedad.
Sin embargo, ese conjunto de juicios, o esa visión de una democracia participativa convencional, no es unánime entre los múltiples factores políticos que se sienten parte del proceso, pero al mismo tiempo afectados o no favorecidos, como los cuatro partidos opositores: Acción Nacional, Revolucionario Institucional, Revolucionario Democrático y Movimiento Ciudadano.
Sus líderes, opositores acérrimos primero a la reforma constitucional que aprobó la revocación de mandatos, y ahora la ejecución del plebiscito, la definen como un instrumento tendencioso del gobierno de movilización de las fuerzas leales con la vista puesta en las elecciones presidenciales de 2024.
En consecuencia, optaron por una estrategia que hasta ahora no les ha dado muchos resultados: mover sus influencias dentro de un Poder Judicial que sigue siendo un nido de corrupción en la óptica del gobierno, para minimizar la participación popular y restarle credibilidad a la consulta.
Esa forma de pensar parece surrealista, aunque los líderes de esos partidos están persuadidos de lo contrario. Lo cierto es que ninguna de esas agrupaciones tiene, al día de hoy, una figura carismática que haga temblar al oficialismo en un evento electoral nacional.
Visto con un sentido realista, sin apasionamientos, decían hace poco algunos críticos dentro del propio gobierno, la única fuerza capaz de acabar con el gobierno de la cuarta transformación, son los mismos partidos oficialistas por contradicciones internas, aunque por ahora con poco escape de humo hacia la superficie.
La oposición denosta la consulta, dice improperios de ella, mientras que el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal gastaron toda la pólvora para impedirla.
Lo que han provocado es avivar un incendio que puede consumirlos a ambos si el Congreso de la República aprueba la reforma constitucional que López Obrador presentará inmediatamente después de realizada la consulta. Esperemos hasta entonces.
mem/lma